martes, 19 de junio de 2012

UNOS VERSOS EN JUNIO.




Afortunado aquél a quien le fue otorgada
la gracia perdurable de admirar la belleza
en el instante mismo en que se transfiguran
los pétalos purísimos de la flor del cerezo
y dibujó en su mirada el perfil limitado
de las hojas que esculpen
el sudario triunfante de la flor renacida.

Avistaron los ojos con temblor la hermosura,
la estéril perfección del cáliz sensitivo
y su presencia en el batir del aire,
rozando apenas los estambres,
protegiendo celosos la corola.

Entusiasta quien sostuvo en sus manos
la ingravidez del pájaro
y en el roce de un ala conoció, agradecido,
de su frágil presencia,
vilano en la ventisca de los mares.

Feliz aquél que agudizó la escucha
y animó su congoja
con el dulce canto que el ruiseñor engendra,
en templando sus cuerdas afinadas.
Supo así que las aves son prodigios y asombro,
esencia inmaterial, sustancia de la esencia.

Afortunado aquél a quien un rayo de luna
atravesó el alma en noche constelada
y sintió el temblor de una estrella
en los labios que besan otros labios amados;
y en el gran firmamento, por gracia de su hechizo,
el don halló de la heredad,
la nítida conciencia de su frágil materia.

Dichoso, así, quien sintió hendir su pecho
del aire primigenio y, dobladas a tierra
sus rodillas desnudas,
dio gracias por la luz y las palabras,
rescoldos humeantes en la ceniza ardiente.

Venturoso quien da curso a su llanto
y deja que las lágrimas persigan, libremente,
su ruta; porque alivian de su carga
al corazón y el alma confortan, que atesora,
en íntimo crisol,
la pródiga ternura de los lirios.

Quien entiende su legado inmortal,
pues se dio a la belleza y supo, en fuero interno,
que también la eternidad es efímera,
el prodigio a que acceden los perplejos y absortos,
ahora enmudecidos y por siempre confusos.

                             
       José Antonio Sáez.




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