Donde se desvela la peregrina profecía mediante la cual se anuncia que el planeta Tierra no es sino una inmensa tumba, un vasto cementerio debido a que los cuerpos son atraídos por la ley de la gravedad; esto es: la Tierra reclama lo que le es propio y le pertenece. Los océanos no son sino las lágrimas acumuladas de los durmientes. La única liberación posible de la condición mortal está en el cosmos.
En el sexto día,
me susurró al oído: “Este planeta es el problema. La Tierra es el problema. La
gravedad es el problema. También la especie humana, la Humanidad, es el
problema. Habréis de pagar un alto coste por gozar de la belleza que os rodea:
disfrutar la hermosura no ha de resultar gratis, ni tampoco el amor (¡ay, el
amor, qué extraño privilegio!)… Lo que los ojos vieron y el oído oyó y el
olfato olió; lo que el tacto tocó y el gusto saboreó no habrá de ser en vano.
Todo os producirá un desgaste. No tocaréis el cielo sin bajar luego al suelo. A
todo puse un precio. Todo requiere la cuota del disfrute. No es gratis el aire
que respiras ni tampoco el agua que bebes y que refresca tu rostro, o aquella con que moja sus labios el sediento para humedecerlos. No se regala el beso, ni la lengua toca otra
lengua sin que tiemble un cuerpo y el universo al unísono. No surca la boca una
espalda o se posa en un hueco del cuerpo desnudo sin producir estremecimiento, ni palpan las manos la redondez de los miembros amados sin que se resquebrajen
los cimientos del mundo. No se vuelca el cuerpo sobre otro cuerpo como se blanden las espadas sin que se oiga el estruendo del volcán. Tú no puedes mirar unos ojos sin provocar el milagro de
contemplarte en ellos, ni tampoco esos ojos pueden mirarte y detener las olas
en el maremoto. Tú eres un prodigio, el soberbio milagro de lo creado, y no
entiendes nada. Nunca has entendido nada, a pesar de tener la inocencia y la
ingenuidad del niño, de cruzar la adolescencia y de sentirte en ella como un
pequeño dios, invencible guerrero en la conquista de la juventud, señor en la
madurez y cuerpo entregado en los achaques de la ancianidad. Mas, mírate.
Observa ahora tu desgaste en el vivir, el cotidiano sucederse de la luz y la
oscuridad, eso a que llamas los días y las noches, la salud y la enfermedad, la
alegría o la tristeza, el comedimiento o el desenfreno. Todo es un plácido
transcurrir hasta el quebranto y fluye como las aguas hacia el océano en donde se
disipan. Eres un continuo fluir hasta que cesas. ¡Qué plácida lentitud en el
engaño! Goza un instante y luego márchate, pues caíste en la desmedida y has de
abonar el estipendio.
En el disfrute se oculta el final: apetitoso
bocado por que vender el alma. Crees que mereció
la pena, pero hubiste de entregar tu aliento a cambio. Nada sucede porque sí, ni
se obtiene lo anhelado sin ceder lo más valioso. En la oportunidad de vivir está escrito el
nombre irrenunciable de la muerte. En ello radica lo esencial humano: en la
condición mortal. En el planeta
Muerte está la trampa. ¡Ay, si lográsemos librarnos de él! Somos células
ínfimas en el universo, partículas vivientes que vinieron a parar a este planeta
paraíso. Rigurosamente, los arrojados no pertenecemos a él, sino al universo. El nuestro es un planeta
tumba, un planeta osario, la vasta extensión de un campo santo... También, el asombro del hombre, la dicha de
sus días medidos y donde viene a cavar su propia tumba. En el bocado gustoso
está el veneno. Y no nos ocupa otro asunto que, desde la ebriedad, aguardar el
momento, perseverar en él como dementes bajo el síndrome de abstinencia. Ese es nuestro tema. Nuestro
único tema. Nuestro eterno tabú. Lo impronunciable.
No se libera de su final sino quien se libera de su planeta, quien no ignora su verdadero origen ni se engaña con él. Nunca fuimos de aquí. No reside aquí nuestro inicio. Por
eso no podemos instalarnos en este solar, porque la belleza nos destruye. Nadie
puede fijar sus ojos en la luz sin arriesgarse y precipitarse en la ceguera.
Nos deslumbró la belleza, su disfrute de un día, y sedujo a los de corta
conciencia. El placer nos cegó y vinimos a naufragar en la última costa,
junto a la playa de los ahogados.
No has de vencer
la muerte si no abandonas este planeta de engaños y fingimientos, si no aceptas
que no es ésta tu verdadera patria ni perteneces a ella. No busques asiento en
él: tú eres del espacio. Eres el universo. Polvo interestelar. No te librarás
de tu condición si no buscas tu lugar en el cosmos. Hacia allí se dirigen los
cuerpos de los mutilados para alcanzar la verdadera redención humana. El Árbol
de la Vida, el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal no estaba aquí sino en
las constelaciones, en las galaxias y en los agujeros negros. En ellos extendía
sus ramas y a ellos entregaba los frutos más sabrosos, los verdaderos frutos
de la inmortalidad. Allí el Jardín de Edén, no en este mundo ni en un planeta a
la deriva, ambicionado por el choque de los
meteoritos, sometido a estrecho marcaje y vigilancia.
Este planeta es
el problema. La gravedad es el problema. El universo borra la fecha de nuestra
caducidad. Sólo a él pertenecemos. Nuestro origen está en el cosmos y no
vinimos a parar a este planeta sino por
el azar. La Tierra atrae a los cuerpos que, vencidos, se derrumban para siempre sobre ella. Mas, háblame en voz baja, no sea que te escuchen y vengan a apedrearte. Sólo a
ti te fueron confiadas estas revelaciones".
José Antonio Sáez.
Me siento orgulloso de tener el honor de ser tu amigo.
ResponderEliminarPodemos dejar el texto así.o hacer de él un ensayo de 200 páginas.
Nunca resumirlo.
Mejor dejarlo así.