sábado, 23 de junio de 2012

EL ILUMINADO DE DOÑANA (Visión de Juan Drago).



  Veo una cierva que surge de la espesura del bosque para abrevar en la cuenca de tus manos y tú le ofreces el agua clara que se derrama generosa sobre la hierba húmeda. Su lengua lame las palmas de tus manos y tú la dejas hacer a su antojo mientras bebe de las últimas gotas el agua dulce de las marismas inundadas, allí donde se funden la mar oceana y el gran río del Sur. Oculto, entre la maleza, la espío y no me atrevo a parpadear con los ojos en la plenitud del asombro para no provocar su suspicacia. No lejos Habidis, criado con la leche de la cierva, y su padre Gárgoris, el apicultor. 




  Veo a los jabalíes con sus rayones hociqueando entre las raíces de los pinos sagrados y los arbustos que les ofrecen silvestres frutos comestibles. Su madre vela en torno a ellos y les muestra estrategias de fuga o encubrimiento.
   Veo a las ánades reales y a los ánsares comunes que sobrevuelan el carrizal o caen desplomados sobre el agua plateada para señorearse de su placidez, y nadan dibujando en la superficie discretas ondas con destreza. Veo a otra madre pasear con sus crías nerviosas y disciplinadas, en correcta formación.
   Sospecho, acaso, la visita del lince furtivo olisqueando la pista del conejo o la rauda liebre estilizada y a los flamencos y a las garzas hundir su pico en el limo, alzadas cañas sus patas quebradizas. Y veo a los caballos libres e indómitos chapoteando en el agua, correteando en sus lances y juegos o pastando en la hierba crecida, mientras se disputan las yeguas alazanas o las cortejan en los límites del reino de Argantonio, el hombre de plata. A lo lejos diviso la descomunal figura de los bueyes oscuros del gran Gerión, dispersos sobre las lomas levemente empinadas de las dunas móviles. Y veo contigo, Juan Drago, a los antiguos reyes de Tartessos mostrando sus dominios a los visitantes pacíficos con los que comercian, venidos de la Hélade o del otro lado del mar de Tiro en sus naves ligeras, con tan raros productos que deslumbran tus ojos y despiertan su fama más allá de las columnas de Heracles. 


  

 Todo tu reino un edén, vergel donde los dioses bajan a sestear con los humanos en las tardes más cálidas del bochornoso y agobiante estío. No fuera el paraíso otro jardín que éste de Doñana y no avistara yo otro lugar que no fueran los altos nidales de los grandes árboles que llaman pajareras, donde recalan las aves que vienen cada año a tener sus crías en este jardín extremo en que abunda el alimento y el clima es tan grato que invita a la dulce placidez. Ningún lugar mejor para el amor que estas dunas que van a dar a la marisma y sientan su señorío tan cercano al pinar.
   No vieran los reales ojos de los viajeros semejante colonia de aves sobrevolando tu reino, ni tal cúmulo de peces en el agua transparente, ni sus oídos oyeran parecida algarabía de pájaros en el cielo azul que deleita. Ellos no vieron nunca el amanecer sobre las marismas, mientras caminaban remontando las dunas; ni al sol ponerse, anaranjado y rojo, con ribetes de oro puro en las esclavas del gran señor de Tartessos. 




No conocen ellos tu privilegio, pero tú vas y te revelas como el iluminado por dentro, como el lúcido y el clarividente y el bienaventurado señor de Doñana. Tú, el privilegiado, el que entiende el lenguaje de la oscuridad y lee en las tinieblas sus sonidos; el arrebatado, el que ha bebido en la crátera el vino mezclado con agua que despeja la frente ceñida por una diadema de oro,  revestida de piedras preciosas; el que calza sandalias y se despoja de ellas para pisar la tierra sagrada de sus antepasados. El que escribe indescifrables signos en tablillas de metal que templa en sus fraguas y hornos. El de hermosas y blancas vestiduras, el poeta, el loco, el enamorado... Aquél a quien los dioses invitan a su mesa y comparten con él los frutos de una tierra pródiga en bienaventuranzas.
   Larga vida a ti, señor de los mitos gloriosos de Tartessos, pues tu nombre surge de la noche del mundo y perdurará en las inscripciones labradas en bronce fundido hasta el confín de los tiempos.

                                                                                     José Antonio Sáez.
                                                                                 

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