Te resistes
a aceptar que donde hubo tanto amor hoy no quedan más que cenizas. E insistes
en que debe quedar algo más que no vemos, porque tras la muerte entramos en una
nueva dimensión que es invisible (“lo esencial es invisible a los ojos”, se
dice en “El principito”). Tras ella debe extenderse el amor, que no los
elementos que formaron parte de una realidad ilusoria de la cual nos servimos
para desarrollar nuestra existencia anterior. Todos ellos se quedan a esta
ladera de la vida, pues son elementos frágiles y efímeros. Solo el amor
perdura, él es inmortal y eterno. Solo el amor y sus adláteres: la bondad, la
belleza, la hermosura, la misericordia, el perdón, la solidaridad…
La gran
revolución siempre pendiente no es otra que la del amor: la única capaz de
redimirnos y salvarnos en esta encrucijada de caminos que llamamos vida y que es
solo sueño, ilusión, quimera… Al final de la vida, Él lo dijo, nos examinarán
de amor. Solo de amor. Si hicimos crecer, si aumentamos esa capacidad de amor y
si la dimos, y si no se nos pudrió esperando la ocasión o el momento oportuno
hasta desgastarnos ofreciéndola, si hicimos que floreciera y la vimos alzarse
al cielo como un don o una plegaria, se nos tendrá en cuenta.
He
aquí a los tercos que, aun teniendo la solución a su desventura ante sus
propios ojos, no la admiten ni la aceptan porque no son capaces de verla ni
tienen la suficiencia humildad para asumirla, negándose a ella y repudiándola
una y otra vez, como si no fuera evidente. Son los ciegos que no quieren ver.
Mientras, el mundo se desangra y todos con él en este totum revolutum, en este
sumidero que se traga el agua. El amor espera ahí, al alcance de la mano,
dispuesto para ser usado y desgastado, llevando consuelo a los afligidos, a los
desesperados, a los exiliados y a los sin patria como la gran dádiva divina: la
única capaz de cambiar el mundo y a los seres humanos.
José Antonio Sáez Fernández.
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