("Semana Santa", de Cristina García Rodero) |
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¿Qué esperas ahí, mirando al cielo? Toda la noche estuvo contemplando la bóveda celeste y, ella, las trémulas luciérnagas sumidas en el silencio de la oscuridad envolvente. No se cansaba de mirar. Toda la noche permaneció, incólume, perseverante, obcecado en íntima oración, en comunión perfecta. Toda la noche insistiendo en la Vía Láctea hasta que el lucero de alba le avisó de su desmesura. Aquel que se replegó sobre sí mismo y permaneció sumido en íntima oración mental toda la noche, navegó por mares y océanos de galaxias y viajó por el universo sin moverse ni un ápice de su lugar. Si levitara, no fue consciente del desplazamiento de la material corporal. El vestido de harapos, el de cráneo espejeante, el bienaventurado.
¿Qué esperas ahí, mirando al cielo? Toda la noche estuvo contemplando la bóveda celeste y, ella, las trémulas luciérnagas sumidas en el silencio de la oscuridad envolvente. No se cansaba de mirar. Toda la noche permaneció, incólume, perseverante, obcecado en íntima oración, en comunión perfecta. Toda la noche insistiendo en la Vía Láctea hasta que el lucero de alba le avisó de su desmesura. Aquel que se replegó sobre sí mismo y permaneció sumido en íntima oración mental toda la noche, navegó por mares y océanos de galaxias y viajó por el universo sin moverse ni un ápice de su lugar. Si levitara, no fue consciente del desplazamiento de la material corporal. El vestido de harapos, el de cráneo espejeante, el bienaventurado.
José Antonio Sáez Fernández.
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