Aunque
hubiera cien, mil, diez mil hombres dispuestos a morir en una cruz por redimir
a la especie humana, seguramente ninguno de ellos conseguiría su propósito. Esta
especie terca y obtusa, que vuelve una y otra vez a caer en los mismos errores
o en otros nuevos tan viejos como aquellos, que no hacen sino conducirla al
desastre y, probablemente, a su propio exterminio… Este ser dotado de
inteligencia y libertad, capaz de crear y destruir con voracidad cuanto por su
felicidad fue en origen, que no se aferra a la paz y desconfía de su hermano;
que acapara, derrocha y dilapida cuanto sabe que es limitado y efímero: ese ser
que no es capaz de construir un mundo donde haya lugar para todos, incluidos
los desheredados que no heredarán la tierra… Es la burda imagen de quien lo
creó, la parodia, el absurdo, el esperpento, la trágica consecuencia del fortuito
azar en que se originó.
Mas yo necesito pedir indulgencia para él por
parte de quien pudiera perdonarlo, porque no sabe lo que hace y porque es una
pura llaga, un lacerante dolor, una hemorragia por la que se desangra. Y porque no hace más que girar
y dar vueltas sobre sí mismo con inconsolable desgracia, como un planeta a la
deriva de las galaxias y las constelaciones, como un agujero negro, como la explosión
primera del big-bang.
Vedlo venir tambaleándose. Es el borracho que no encuentra en la calle la farola a que agarrarse y se ha orinado ya en los pantalones. Es la triste caricatura de sí mismo, la pleamar en donde vienen a morir las olas. Vedlo espantando al espectro que incorpora y a los mosquitos que acuden a la luz de la farola, la cual empuña como su majestad el cetro. No tiene trono, pero habrá de poseerlo. Es el rey de su propia miseria: humo, polvo, barro amasado por el alfarero. El beodo histrión que pasa de la risa a las lágrimas sin apenas darse cuenta.
José Antonio Sáez Fernández.
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