He aquí el texto que ocultaban las cuartillas que hallé como legado entre las ropas paupérrimas de aquel indigente anónimo al que dimos sepultura de caridad en una apacible tarde de otoño. Declinaba ya el sol entre los altos cipreses del camposanto cuando el alarife sellaba con yeso la placa que iba a servir de lápida a su tumba. Ni siquiera tenía un nombre. Sólo la fecha que había de servir para dar testimonio del final de sus días. Doblaban las campanas del campanario en la iglesia de san Nicolás. Su tañido lastimero avisaba a los vecinos de la aldea. Doy fe de que es verídico cuanto aquí transcribo.
"Ved cómo he desgastado mi cuerpo en el servicio de mis semejantes. Comprobad qué ruina hizo el tiempo con este rostro ajado. Mirad ahora en qué soledad yazgo, sin una mano que me conforte y seque el sudor de mi frente, sin unos dedos que acerquen a mis labios resecos esa esponja empapada en vinagre que alivie la sed que me consume. Soy el desamparado que prestó su amparo a cuantos vinieron a mí en busca de consuelo. Mas ahora, ¿a quién acudo? ¿quién me presta su ayuda o alivia mi tránsito en estas, mis últimas horas? Soy el puro desgaste, fantasma de mí mismo, rehuido y olvidado por todos aquellos por quienes la vida me fue roturando, como la piedra del molino hace del grano la blanca harina candeal de la que ha de nacer el pan para saciar el hambre de tantas bocas famélicas que lo aguardan con ansiedad...
Mas has de saber que he recibido un gran consuelo, pues en mi desvalimiento vi descender hasta mi miseria un ser envuelto en luz que aliviaba con su presencia la angustia de mi incertidumbre. Era tanta la lozanía y belleza de sus largos cabellos incendiados, la elegancia y finura de su perfil, la serenidad y armonía de su delicado rostro, su apacibilidad, la dulzura de sus manos en mi frente, que pensé no era presa sino de mi delirio. Entendí entonces que decía: <<Ten valor. Ahora cruzarás la orilla de un gran río donde hallarás la estela de los bienaventurados>>. Después siguió susurrando a mi oído palabras que yo ya no escuchaba y sentí que me iba alejando de él mientras flotaba en la ingravidez. Ya era ligero, ligero como el plumoncillo de ave que aún no ha abandonado el nido. Allí quedaba aquella criatura envuelta en una rara luz y yo me despedía de él, y él me sonreía con el dulcísimo rostro apacible de los seres sobrenaturales".
José Antonio Sáez Fernández.
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