domingo, 20 de julio de 2014

EL INTIMISMO POÉTICO DE ANTONIO ENRIQUE.




   Quienes hemos venido siguiendo la trayectoria poética de Antonio Enrique (Granada, 1953) desde aquel discurso de exaltación sensorial de sus inicios, donde desplegaba una estela barroca tan brillante como única en la poesía española de las décadas de los 70 y los 80 del pasado siglo, hemos podido comprobar cómo aquel discurso inicial se ha ido depurando y esencializando hasta dar con éste mucho más intimista y decantado de su último poemario, El amigo de la luna menguante. El poeta y novelista granadino presenta ante nuestros ojos todo un decir de esencias, lejos ya aquella poesía sensual y deslumbrante de sus primeros títulos. No se trata ahora de exteriorizar, sino de imbuirse, de llenarse, de dejarse hacer. Ello supone una actitud por parte del poeta, que es la del vaciamiento interior, para llenarse de lo esencial externo que nutre el espíritu. Así, resulta fundamental la comunión con la naturaleza y la hermandad con las criaturas que comparten su hábitat con el ser humano. Árboles, ríos, fuentes, aguas, criaturas todas que llenan de luz y vida el entorno en que habitamos, pues todos formamos parte de esa comunión en la que todo se resiente si alguna parte sufre alteración. Todo, pues, afecta al todo y a cada una de las partes.
   El intimismo a que aludo ha venido adueñándose progresivamente de la poesía de Antonio Enrique, la cual se ha ido decantando y esencializando, progesivamente, a lo largo de las últimas décadas hasta dar con el hueso, el meollo o el tuétano de la dimensión trascendente en cualquier ser humano. Hace falta, sin duda, haber dispuesto el alma para tal cometido, haberse visto envuelto en un proceso de desposesión interior, tal y como si se tratara de las vías ascéticas en un proceso espiritual heterodoxo.


   Hay, pues, lucidez y ejemplaridad en estos textos líricos que invitan al sosiego y a la armonía interna. El desasosiego, cuando asoma, es para constatar el dolor, la crueldad y la demencia humanas, como en el estremecedor poema inicial "Los ojos de la perra"; el animal dolorido e indefenso, maltratado cruelmente, que va a ser quemado por un grupo de desalmados: "Hoy he visto a Dios/ en los ojos de una perra./ Ni se movía,/ apaleada;/ no se movía/ porque habían querido quemarla./ Quemarla porque sí,/ por diversión" (p. 11). Y tras el "Prohemio", la primera parte lleva por título "Arco de las ardillas" y consta de ocho poemas; la segunda es "Delicias del estío", con once textos; la tercera, "Viene gente", también con once; la cuarta, "Madre Tierra", con otros once; la quinta, "El Valle del Caracol", con ocho textos y, finalmente, una "Despedida en Isleta del Moro", con dos textos: el primero de ellos dedicado a los poetas granadinos Luis Rosales y Javier Egea, aunque sólo de este último nos queda constancia que pasara un tiempo en este lugar privilegiado del Cabo de Gata, en Almería, donde escribió parte de su libro "Troppo Mare": "Mi amigo Javier Egea estuvo aquí./ Y contó las olas una a una/ sin saber que cada una/ era un instante menos que le restaba de vida./ Luis Rosales nunca estuvo aquí,/ pero yo os lo cuento./ El mar, Luis, es la felicidad" (p. 81).

   El amigo de la luna menguante es, así, un libro de esencias e interiorización. Mas esto no quiere decir que no participen en él los sentidos, especialmente el de la vista ya que, en buena medida, algunos de los textos semejan fotografías instantáneas recuperadas a través de la memoria. Hay percepción, apercibimiento, captación de cuanto rodea al poeta en su contacto con la naturaleza; pero hay también estados de alma, comunión armónica del espíritu con lo creado, en la conciencia de que formamos parte de un todo con el que hemos de vivir en armonía y en el que residen las claves que dan sentido a nuestro ser y estar en el mundo. Dicho de otro modo: Una aspiración a que nuestro tránsito por este planeta se produzca sin dejar huellas significativas que deterioren un legado que hemos de transmitir a quienes nos sucedan.

                                                                          José Antonio Sáez Fernández.

Antonio Enrique: El amigo de la luna menguante, Barcelona, Ediciones Carena, 2014, 83 pp.

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