Llega el verano con su alarde de
exuberancia y las galas de los cuerpos semidesnudos de las muchachas en flor, quienes juegan a romper las olas acariciantes con sus pies descalzos, junto a la
orilla de la playa, o se tienden al sol -sus miembros dorados sobre la arena-,
ante la mirada oculta de un dios que, complacido, las observa con deleite. El
verano supone el triunfo de los frutos y las formas; es, en realidad, él mismo,
un árbol frutal que se desborda y desparrama pródigo; la eclosión y la
abundancia, la bebida efervescente de efímeras burbujas que ascienden en la
copa hasta desvanecerse. El verano es la apariencia y aquello que se ofrece a
los sentidos como atrayente, accesible a las manos con sólo alargar los dedos y
cogerlo, como fruta que se lleva a la boca y es mordida con fruición. El
apetitoso bocado que sacia apenas se degusta.
Llega el verano creando en
las gentes la ilusión efímera del triunfo de la carne, de los gozos de la
vista, de la ilusión y el sueño, del esplendor y el solaz bajo la apariencia
del astro que todo lo conquista, vivifica y subvierte en nosotros, los que
nadamos en superficie. Porque el verano es la apariencia que invita al disfrute
y, apenas alcanzado, se esfuma dejando entre los dedos y las manos el fulgor
del cuerpo deseado. Los veraneantes son seres que van de paso, como todos
nosotros por la vida. Y van con la ilusión de la felicidad efímera que ha de
depararles un lugar, el oasis, el paraíso perdido que jamás fuera hallado o
recuperado. El verano depara la ilusión del encuentro y, en ocasiones, salta
una chispa de luz, un fogonazo, la estela que marcan en el cielo los fuegos
artificiales. Fuimos, en verdad, felices, mientras duró la feria de las
vanidades. Necesitamos creer que lo fuimos para seguir viviendo más allá de los
fuegos de artificio.
Goza el instante. Disfruta
del momento: "Coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto, antes que
el tiempo airado/ cubra de nieve la hermosa cumbre" -que nos dejara
escrito el poeta de la melancolía, el dulce Garcilaso de la Vega, quien en su
soneto invita a la joven a vivir intensamente su juventud, pues la sabe
efímera-. El verano es la estación báquica y dionisíaca del desafuero y la
desmedida, del dispendio y el derroche, del atrevimiento y hasta de una especie
de rara y curiosa demencia que raya en el fingimiento de lo que no somos y
quisiéramos haber sido o conseguido. El verano es la cresta de la ola. Y eso es
también la vida en su apogeo: el sentimiento vitalista que nos instiga.
José Antonio Sáez Fernández.
Gracias, maestro, una excelente y relajante lectura sobre lo efímero, los gozos, el verano y la vida.
ResponderEliminarAgradezco tus palabras, pero he de decir que entre todas ellas hay una que no creo merecer y que es, nada menos, que la de "maestro". Gracias, amigo.
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