Respeto y admiro la poesía de Miguel Florián (Ocaña, Toledo, 1953) como a uno de los mejores poetas de mi generación por la belleza y pulcritud de su palabra, por su sentido del ritmo, por su densidad conceptual, por la originalidad de sus imágenes, por el tono suave que la tradición dejar caer sobre sus versos, por la hondura desde la sencillez con que alcanza, para mí, las más altas cimas poéticas.
Ahí están para probarlo los premios que ha conseguido con algunos de sus títulos, como el "San Juan de la Cruz", el "Claudio Rodríguez" o el "Jaime Gil de Biedma". Y entre sus títulos: Los mares, las memorias (1992), Anteo (1944), Lluvias (1995), Memoria común (1998), Mar último (2000), Habitación 328 y otros poemas (2001), La antigua llama (2004), Antología (2004), La luz abandonada (2004), Reparto de sombras (2005) Problemas (2005), Cuerpo nombrado (2005), Gilgamesh (2006) y Cuerpos (2008).
El lector habrá advertido que es Miguel Florián un poeta casi tardío, pues se dio a conocer en la década ya iniciada de los noventa, cuando la generación a la que pertenece creo que debe ser la de los ochenta. Algún día, cuando se escriba desapasionadamente y con verdad la historia de la poesía española en estas décadas, habrá de decirse que ésta no se ciñó en exclusiva a la corriente llamada "poesía de la experiencia" y que esa tendencia, a pesar de haber sido auspiciada por editoriales y críticos, no superó en categoría humana y artística a otras corrientes que convivieron con ella y fueron sistemáticamente marginadas, así como sus cultivadores.
La poesía de Miguel Florián debe mucho, en sus inicios, a la del Juan Ramón último, indagador de la conciencia. Pero no sería justo dar la impresión de que el poeta toledado residente en Sevilla, catedrático de filosofía en un instituto de la capital hispalense, tiene a nuestro Nobel como fuente primera y única. Las influencias de su poesía son múltiples y variadas, remontándose, en sus últimas entregas, hasta los escritos de la más remota antigüedad, de cuyo conocimiento hace gala en sus libros, especialmente en su etapa más reciente. A menudo, sus textos parecen imágenes retenidas por la memoria y con qué belleza las evoca, con qué pulcritud y limpieza verbal, con qué tenue luz nos las hace ver a sus lectores. Siempre con contenida emoción; pero también, en otras ocasiones, con pasión, con vitalismo irrefrenable.
Miguel Florián es un poeta reflexivo, meditativo, de honda vida interior. Un contemplativo y evocador que recurre a la memoria para aprehender los instantes que hicieron mella en el corazón y retenerlos, devolverlos a la vida para impedir que sean devorados por la vorágine del tiempo destructor o la desmemoria, que es lo mismo que el olvido. Al poeta le volaron los ojos, se le fueron tras las olas, las velas, el horizonte, las gaviotas y los demás pájaros. Se le fueron flotando en la ingravidez de la brisa marina; pues no en vano es un poeta del mar, de la contemplación del mar, de la vivencia íntima del mar. Y es, al mismo tiempo, un poeta que evoca la infancia y a los seres queridos a través del instante o la escena atesorada en la memoria.
VEÍAMOS LOS BARCOS SURGIR DEL HORIZONTE
bañados por el oro del estío, se alzaban
como ágaves desafiando al viento,
mostrando su flor blanca.
Hombres oscuros
tendían en la arena laberintos de espuma,
en sus ojos vacíos se iba apagando el mar.
La visión del poeta se posa a menudo sobre elementos mínimos, aparentemente invisibles para la mayoría, y se deleita en ellos con la perfección exhaustiva del orfebre, paladeando el instante con sensualidad, pues no hemos de olvidar que su vitalismo le conduce a poner en juego y disfrutar de la realidad con los cinco sentidos.Vida y muerte confluyen en su discurso lírico; es más: en el disfrute del vivir está siempre presente la amenaza de la muerte, su sombra constante. En ese vitalismo al que me refería, el poeta convoca a la luz, a los pájaros, a los árboles, las flores y los frutos y a los cuerpos llenos de vida como a una fiesta pagana o primigenia. El otro gran tema de su poesía es el amor y, junto a él, el delicado y vigoroso erotismo que, en ocasiones, se expresa en vibrantes imágenes de singular apasionamiento. El mar y el agua, pero también la tierra, en una suerte de panteismo: el poeta es todos los seres y las cosas; pero tambien todos los seres y las cosas son el poeta, como si creyera que nuestro final está, en efecto, en ser todos los seres y las cosas.Hubo un tiempo en que todos los continentes fueron uno (Pangea). Todos los mares en un único mar (Panthalassa). Al final, el río apacible y vertiginoso de Miguel Florián desemboca, como todos los ríos, en el mar. Ante el mar se extasía y con el mar se confunde. Algo así también en Juan Ramón y de algún otro modo le sucede a Vicente Aleixandre con el cosmos. Somos parte del universo y la materia se disuelve y esparce en él; pues nada se crea ni se destruye, sino que se transforma.
José Antonio Sáez.
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