Mi admirado amigo Ángel García López:
Recibí, en efecto, el ejemplar de tu libro Posdata, que me hiciste llegar con una afectuosa dedicatoria, la
cual mucho te agradezco. Lo leí enseguida y vino luego una segunda lectura para
afianzar las primeras impresiones. Vi que son diversos, aunque no excesivos,
los cauces por los que discurren los textos que has tenido a bien incluir en
esta entrega poética con que nos regalas.
Remontas el vuelo con una declaración de amor de perfecta factura,
algunas de cuyas claves últimas, en la arquitectura de imágenes y metáforas, no
son fáciles de otear para el lector que más bien rastrea y se adentra en un
bosque de acertijos. Cambio brusco en la primera parte, que llamas “Prólogo”: choque sorprendente e inesperado giro, porque ahora el
ávido lector se encuentra ante el poeta satírico y burlesco, de amplio aliento
clásico y quevedesco, más bien implacable en sus juicios y asertos. Se trata
del yo consciente de su talento que se siente, en cierto modo, postergado por
la mediocridad reinante a su alrededor y por los mediocres que medran gracias a
sus manejos e indignidades. Hay dureza en las acusaciones contra ellos, especialmente
contra uno, pues el talento se sabe egregio y solitario, injustamente tratado y
maltratado por quienes parecen saborear las mieles de un triunfo al que no
estaban predestinados. Implacable a veces, la sátira es lanzada como azote
quevedesco o catuliano, piedra certera del hondero, en el centro de la diana.
Pero el talento posee la dignidad superior de quienes recibieron esa gracia del
cielo y no pueden ni deben plegarse a las miserias de lo “demasiado humano”. En
esa consciencia se sitúa el yo poético, aun afianzándose en lo humano y
denunciando las bufonadas de la corte de los poetas ansiosos de fama y gloria.
En algunos libros anteriores ya vimos asomarse esta vena satírica que aquí
regresa con inusitado vigor. Vivimos en un país cainita donde la envidia se
convierte en seña de identidad y campa a sus anchas. Raras veces el talento y
el rigor se ven suficientemente reconocidos.
Mas si advertí desde un principio de los diversos cauces por los que
discurre Postdata, apunto ahora otro:
se trata de la conciencia o de la intuición del final inevitable a que todos
estamos convocados. Se siente su advenimiento y se asume con entereza y
dignidad, como no cabe otra cosa, pues deviene en el desenlace natural a que la
vida está llamada. “Aceptar la muerte” –dijo María Zambrano-, en ello reside el
gran trago, el reto inaplazable de quienes viven, de quienes aspiraban a la
eternidad. De nuevo aquí el aliento barroco, inagotable de Quevedo y la vana
quimera de conseguir en las letras la eternidad anhelada, la gloria
inalcanzable, seguro merecida. Aspirar debe el poeta a esa dignidad superior,
señera y solitaria, que no recela y está por encima de mezquindades
inevitables, ciertas. Una forma de consuelo que compense al egregio y que tal
vez no depare otra cosa que una suerte de reparación, de gratificación interior,
distinción y distancia únicamente válidas, posibles, perdurables...
No merece la pena dedicar más esfuerzos ni derrochar más talento en tal
sentido y así deviene esa segunda parte del “Epílogo” donde de nuevo se alzan
el discurso y la reflexión sobre el balance de una vida gastada en el amor a la
esposa y a la poesía, ambas fundidas y confundidas. Brazo y abrazo tendido al
sur, a las nubes y al cielo y al sol y a los mares del sur, a Astaroth (tu Rota
natal), tierra al par y paraíso perdido al que entregar lo que queda de sí,
viva llama imperecedera que alienta en el verso. Esposa, poesía, tierra, nubes,
mar y cielo: todo verdadero. Lo imperecedero. Lo demás no es preciso: fama y
gloria caducas. Siempre: obra digna, eterna e inmortal. Únicas certezas: “La
dignidad del hombre está en su muerte” –dijo el muy grande Vicente Aleixandre-.
No ahondar en la herida del tiempo ni incidir en lo tétrico: siempre a salvo la
llama en que ardimos, pebetero celeste que el sol alimenta y en el aire se
crece.
En llegando al final, algo hace dudar al lector sobre la identidad del “enemigo”:
¿fuera acaso el mediocre y la envidia que mendigaron su efímera gloria, fuera
quizás el tiempo y la carne que abandona en su desgate o fuera ese
presentimiento, esa pertinaz intuición, la íntima certeza de que todo se acaba?
Seguramente, todos a una. Y en el otro ángulo: el convencimiento de que vivir
fue amar y que la poesía, como la honda llamada de la tierra, como la
aspiración a lo azul inalcanzable, fuera también experiencia del mundo,
realidad plenamente vivida.
En esa marea de endecasílabos y alejandrinos magistrales, con versos
dignos de ser esculpidos en bronce o tallados en mármol, llamados a perdurar en
el tiempo, he visto yo esta Posdata; toda una lección de verdadera poesía, sin duda, mi admirado Ángel García López, ala en el aire, cincel de
espumas. Felicidades por el premio y por el poemario. Te abraza con sincero afecto, fraternal
y hondamente, tu siempre amigo y lector:
José Antonio Sáez.
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