Se llamaba, en verdad María Mata Avellaneda, y
vivía en el número 4 de la calle Escuadra. Su casa estaba lindando con la de la
abuela. Una pared encalada separaba ambos patios, mucho más modesto el de su
casa que el de la abuela. Lo que conocí de su vivienda era un mediano atrio empedrado
que daba a una aún más amplia cocina, a cuya izquierda estaba el dormitorio,
que hacía también de sala de estar. Entrando en la habitación, también a mano
izquierda, un humilde camastro de colchón de lana, siempre adecentado, cuyo
somier se apoyaba sobre cuatro sillas de madera enrejada. A su lado, una mesilla
de noche donde guardaba, entre otros enseres, las revistas de “El mensajero del
padre Damián”, el apóstol de los leprosos de la isla de Molokai, de quien era
ferviente devota y cuyas ilustraciones me mostraba reverente. En la pared que
daba a la calle, había un ventanuco de madera, el mismo que cerraba, ya
oscurecido, con un ancho madero, grueso, alargado y cilíndrico al que llamaba “el
tranco”, cuyos extremos encajaban en dos agujeros incrustados a los dos lados
de la ventana, por lo que la operación se denominaba “echar el tranco”. Junto a
la ventana, una sencilla mesa de camilla con brasero de ascuas de carbón. En
las tardes y noches de invierno la vida circundaba en torno a la mesa de
camilla y el brasero, de tal modo que cuando se apagaba el brasero había que
irse a la cama. Carecía de armario, por lo que guardaba sus modestas ropas en
una maleta que ocultaban los faldones del camastro. No cabía más austeridad en
esta sala de estar y dormitorio, como no cabía tampoco en su cocina. Apenas le
recuerdo otros muebles que no fueran algunas sillas de anea, una modesta
cantarera y un hornillo de gas. Ningún electrodoméstico. Nada superfluo. A mano
derecha de la cocina había otra puerta que raramente traspasaba y que daba a un
oscuro habitáculo, el cual pudo estar dispuesto en otro tiempo para las
caballerías. No recuerdo que estuviera enlosado, ni siquiera empedrado: suelo,
pues, de tierra. Disponía de un ventanuco por el que apenas se dejaba filtrar
la luz. Nunca subí a la parte de las cámaras ni creo que ella subiera, al menos
yo nunca la vi. Ni siquiera la casa era de su propiedad, pues se la habían
dejado en usufructo mientras viviera.
María iba siempre enlutada, con oscuros y
amplios ropajes a la usanza de las mujeres de pueblo en aquel entonces,
zapatillas negras de paño, que más bien arrastraba al andar, como la abuela.
Llevaba gafas y se peinaba primorosamente. Se lavaba en
una zafa y las aguas iban al patio o sobre el empedrado. Yo la recuerdo
despanochando mazorcas de maíz, sentada al pasar el atrio de su casa, con el
montón de mazorcas y las perfollas u hojas de las mismas, una vez limpias. Y la
recuerdo, sobre todo, fabricando sus aromáticos barquillos, que eran la delicia
de los niños de la escuela de Flora y sus alrededores. Nadie como ella
conocía los secretos de su fórmula. La miraba absorto haciendo la masa y cómo
la iba extendiendo poco a poco sobre la plancha de dobla hoja, en la que se
doraban los barquillos y a los que ella les iba dando forma alargada, cilíndrica
y hueca o también cónica. Olía a gloria toda la casa y hasta toda la calle el
día que los fabricaba. Era casi su única forma de obtener algunos ingresos aunque, en aquellos años, los niños disponían de muy escasos recursos, hasta el
punto de que no era fácil poder venderlos todos. En aquel tiempo, un barquillo
era una delicia para cualquier chiquillo, aunque no todos podían comprarlo.
Eran días difíciles, de austeridad, pero la nobleza y la generosidad de las
gentes superaba con creces a lo que solemos ver en nuestros días.
María colocaba los barquillos en una cesta de mimbre, sobre una blanquísima tela con bordados en los extremos. Algunos años, en las fiestas de san Antonio, salía con su cesta a la calle o la exponía en el atrio de su casa. Era como el ángel de los niños, de una bondad proverbial. No he conocido a otro ser humano con semejante bondad y ternura. Tuve la suerte de tratarla y conocerla en mis días de infancia y primera adolescencia. Siempre me dispensó un afecto mayor que a un hijo, si hubiera podido tenerlo, pues no lo tuvo. Le conocí a una hermana, Amalia, que recuerdo muy remotamente siempre sentada en su butaca. Ya en sus últimos años, vino a dar en su casa su hermano Tomás, oriundo al parecer de tierras murcianas, quien en verdad vino buscando cobijo para morir a poco. En su humildísima casa lo acogió María, el ángel de la calle Escuadra, el hada madrina del paladar de los niños. Nunca me cobró el barquillo el día que iba a visitarla y la encontraba en su dulce, crujiente y aromática tarea. Por su casa veía desfilar a muchos gatos, a los que ella trataba con afecto y alimentaba, y a los que conocía uno por uno. Los gatos eran su familia y su compañía. Recuerdo que por las mañanas calentaba un poco de agua en el hornillo de gas y la vertía en un vaso con una cucharadita de leche condensada y algo de café. Ese era su desayuno. Era muy pobre y humilde, pero tan generosa siempre conmigo que no sabía qué regalarme y, como no tenía casi nada que darme, me lo decía. Una vez me regaló unos pañuelos y otra un escapulario que significaba mucho para ella. Nunca tuvo ante mí una mala cara ni la oí quejarse de nada. Todo lo contrario, era animosa y muy activa.
María colocaba los barquillos en una cesta de mimbre, sobre una blanquísima tela con bordados en los extremos. Algunos años, en las fiestas de san Antonio, salía con su cesta a la calle o la exponía en el atrio de su casa. Era como el ángel de los niños, de una bondad proverbial. No he conocido a otro ser humano con semejante bondad y ternura. Tuve la suerte de tratarla y conocerla en mis días de infancia y primera adolescencia. Siempre me dispensó un afecto mayor que a un hijo, si hubiera podido tenerlo, pues no lo tuvo. Le conocí a una hermana, Amalia, que recuerdo muy remotamente siempre sentada en su butaca. Ya en sus últimos años, vino a dar en su casa su hermano Tomás, oriundo al parecer de tierras murcianas, quien en verdad vino buscando cobijo para morir a poco. En su humildísima casa lo acogió María, el ángel de la calle Escuadra, el hada madrina del paladar de los niños. Nunca me cobró el barquillo el día que iba a visitarla y la encontraba en su dulce, crujiente y aromática tarea. Por su casa veía desfilar a muchos gatos, a los que ella trataba con afecto y alimentaba, y a los que conocía uno por uno. Los gatos eran su familia y su compañía. Recuerdo que por las mañanas calentaba un poco de agua en el hornillo de gas y la vertía en un vaso con una cucharadita de leche condensada y algo de café. Ese era su desayuno. Era muy pobre y humilde, pero tan generosa siempre conmigo que no sabía qué regalarme y, como no tenía casi nada que darme, me lo decía. Una vez me regaló unos pañuelos y otra un escapulario que significaba mucho para ella. Nunca tuvo ante mí una mala cara ni la oí quejarse de nada. Todo lo contrario, era animosa y muy activa.
Cuando inicié el bachillerato, a los once
años, salí de Albox a Cuevas del Almanzora y a Almería. Nuestros contactos se
volvieron más esporádicos, pero siempre en vacaciones iba con frecuencia a
verla. En una de esas ocasiones encontré su casa cerrada. Me dijeron que María
se había caído y se había roto la cadera. Era ya una anciana. Cuando regresó yo
tenía dieciséis años y ella residía temporalmente en casa de Flora, la maestra,
su vecina de enfrente, donde dormía. Creo que aquella fue la última vez que la
vi. Andaba con cierta dificultad. Me llamó aparte y me susurró al oído muy
buenos consejos para la vida. Me enteré entonces de que, en los días de su
caída, alguien le había sustraído los escasos ahorros de que disponía en su
casa. Si no estoy equivocado, María Mata Avellaneda, murió en el asilo de las
Hermanitas de los Pobres de Vera (Almería), aunque sus restos descansan en el
cementerio de san José de Albox. Quise mucho a aquella anciana que, andando el
tiempo y con más lecturas, me pareció aún más bondadosa que el personaje de la
criada Benina, protagonista de Misericordia,
obra de Benito Pérez Galdós. A María dediqué mi libro Gozos de Nuestra Señora del Saliente (2010) con estas palabras: “Esta obra fue escrita, así mismo, para
enaltecer la memoria de los humildes y, junto a ellos, el nombre de María Mata
Avellaneda, alma aún más pura que la Benina de la “Misericordia” de Galdós; la
que con su cestilla de barquillos aromáticos daba olor y sabor a los sueños
alados de mi infancia. Jamás he vuelto a conocer a otro ser humano con una
bondad semejante a la de esta mujer. Debe andar ahora entre los bienaventurados,
rodeada de los ángeles que ungieron su soledad y vivieron con ella en la calle
Escuadra, junto al Caño de san Felipe, en Albox (…) Su espíritu ascendió a los
cielos un 23 de abril del año 1982. Debe de estar sentada ahora a la derecha
del Padre, entre las filas de sus elegidos”. Quede esto aquí escrito para
honra, testimonio y memoria de esta mujer, que tanto sirvió a los demás y cuyo nombre figura impreso, con
letras de fuego, en la orfandad de mi corazón.
José Antonio Sáez Fernández.
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