Max Aub fue un escritor español, nacido en París y
fallecido en Ciudad de México (1903-1972). Hijo de padre alemán y madre francesa, vivió en
Francia hasta 1914, en que se trasladó con su familia a Valencia. Empleado en
actividades comerciales recorrió toda España y estuvo en el extranjero
(Alemania, Francia, Rusia) para dedicarse luego de lleno a la literatura.
En una primera época escribió unas piezas
teatrales vanguardistas: El desconfiado prodigioso (1924), Espejo de avaricia
(1927), Narciso (1928) y la novela Luis Álvarez Petreña (1934).
El estallido de la Guerra Civil lo sorprendió en
Madrid, siendo enviado poco después como agregado cultural de la embajada
española en París. En 1938 fue nombrado en Valencia secretario del Consejo
Nacional del Teatro y, al final de la contienda, se exilió en Francia, desde
donde fue deportado a Argelia en 1941. En 1942 se trasladó a México, donde
permaneció hasta su muerte, exceptuada alguna visita que hizo a España. En ese período último realizó la mayor parte de
su obra, en la que destaca la serie de novelas que lleva el título genérico de
El laberinto mágico: Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo
abierto (1951), Campo del Moro (1963) y Campo de los almendros (1967). Escribió además las novelas Las buenas
intenciones (1954) y Jusep Torres Campalans (1958).
—Y además no hables mal de Almería, porque no la conoces. A mí me gusta. Por lo menos me gustaba, ahora la habrán puesto a lo moderno. ¡Había unas casas de putas que daban gloria y el mejor cante de Andalucía!
El Cabezotas se ríe.
—¿De qué te ríes?
—De que ni es Andalucía ni nada y que eso
es de allí. Y me estaba acordando de Escobar[1], uno
que era brigada al empezar la guerra: el que ganó Almería.
—Nunca la perdimos.
—Pero estuvimos a punto.
—A punto se está siempre.
—La verdad es que dependemos de bien poca
cosa.
—Según se mire. Somos una combinación de
voluntad y azar. Mitad y mitad.
—Pareces de Bilbao...
—Claro que si tu padre no hubiera conocido
a tu madre...
—Tú lo has dicho: el padre, la voluntad; la
madre, la casualidad.
—O al revés.
—Entonces no hay por qué preocuparse.
—Según; y nos fusilarán o no, según las
ganas que tengan.
—Algo más que ganas será.
—A lo mejor el jefe del pelotón que te
toque es de tu pueblo y te deja libre.
—Si lo crees así, la astrología te lo haga
bueno.
—No hables de lo que no sabes.
—Te desafío que salgamos afuera una noche
clara y mires durante diez minutos las estrellas. En el campo, claro está, y no
te sientas confortado con el gran manto. Por lo menos a mí, el mirar las
estrellas...
—Te hace recordar al Caudillo.
—¿Quién te lo dijo, adivino?
—Me han hecho creer en ellas.
—No de la manera que lo dices. Pero me
confortan, me reconfortan; es lo único que he sacado en claro de la guerra.
—Lo malo es que está lloviendo.
—Cerca del mar nunca se ven bien las estrellas.
—Pues aviados iban los marineros.
—No te he dicho en el mar sino en la costa.
El mar, la alta mar, es tan buena como el campo en noche serena.
—Así que, a ti, ¿las estrellas te dan
confianza?
—Sí. Allí hay algo. Algo más que en esta
cochina tierra.
—¿Cochina tierra, Alicante?
—Cuenta lo de Almería.
—Allí fue como en casi todas partes el 18
de julio del 36. El Gobernador Militar[2], al
pairo, esperando. Comprometido, pero esperando. Dando seguridades de su lealtad
a la República,
al Gobernador Civil[3]
y, por otra parte, esperando órdenes, en ese caso del Capitán General, es decir
de Granada.
—¿Y cuándo los de Granada se sublevaron?
—Intentó declarar el estado de guerra,
detener al Gobernador, etc.
—¿Y?
—El Gobernador se resistió[4], en
general, como todos.
—¿Qué tiene que ver ahí la suerte?
—El Gobernador, fundándose en nada, por
chiripa, aseguró que el gobierno le enviaba refuerzos, que lo iba a fusilar si
se atrevía a declarar el estado de guerra; y le llegaron los refuerzos de donde
menos podía suponerlo: de Granada.
—Allí, en Armilla, que es donde está el
campo de aviación de Granada, los aviadores fueron los únicos que permanecieron
fieles a la República
-hablo de cuerpo armado, así, en general. Los demás se cargaron al Capitán
General y echaron la tropa a la calle. Los aviadores cogieron sus aparatos y se
fueron a Los Alcázares, donde sabían que no había problemas. El problema era
para los de a pie. Setenta. No cabían naturalmente en los aviones, ni había
manera de que esperaran ahí, a que los cazaran. Los mandaba el brigada Escobar.
Antes de echar a volar le dijeron: coge los camiones y procura llegar a
Cartagena lo antes posible. Seis camiones con todo el armamento y parque que
pudieron meter en ellos, y la ametralladora. Carretera adelante, llegaron a
Adra. Allí los comités les cerraron el paso. No se fiaban. El alcalde dijo que
tenía que hablar con el Gobernador de Almería. Lo hizo porque los de teléfonos
seguían leales.
—Ves tú: si los teléfonos...
—Etcétera, etcétera.
—Déjale que siga.
—Habló el alcalde con el Gobernador, que
estaba cercado en el Gobierno Civil. Bien dispuesto a morir, como un héroe de la República: sin hacer
gran cosa. Cuando el alcalde de Adra le dijo de qué se trataba, el hombre vio
el cielo abierto, pero como era republicano y naturalmente desconfiado, empezó
a preguntarse que qué eran esos hombres que le caían del cielo. Ya había
hablado por teléfono con Granada y la sabía perdida. Los republicanos,
descreídos, no creen en milagros.
—Y así nos fue.
—Sólo se fían de la legalidad. Habló con
Escobar, que estaba negro: «¡Quiero llegar a Cartagena! ¡Debo llegar a
Cartagena!»
«Un momento.»
El Gobernador habló con Los Alcázares. Le
avalaron a Escobar. Pero en la mente legal del funcionario se alzó una duda:
¿quién le respondía del comandante de Los Alcázares con el que acababa de
hablar?
«Un momento.»
Y habló con el gobernador de Murcia. Menos
mal que dio con él, después de hablar con el Presidente de la Audiencia. Y volvió a
llamar al alcalde de Adra.
«Que vengan. Pero no van a Cartagena sino
que se quedan aquí.»
«Eso no es cosa mía.»
Así se salvó Almería[5].
—¿Con setenta hombres?
—Bien armados, en camiones. El Gobernador
pidió además que unos aviones de Los Alcázares se dieran una vuelta por allí
arriba. Los militares de Almería creyeron que se les venía el mundo encima. Se
rindieron.
—No veo de qué presumía tu Escobar. Fue una
casualidad en la que entraron muchas otras en juego: hasta los sublevados de
Granada.
—Pero ¡quítales a los hombres creerse
designados por Dios! Por cierto que al Gobernador de Almería tus amigos los
anarquistas le jugaron una sonada y si no es por un jardinero de la condesa de
Parcent, no lo cuenta.
—Puesto a contar, sigue. El que habla,
descansa.
—A poco de rendirse los militares, fondeó
el Jaime I, los mandos de la
FAI, y empezaron a obligar a llevar al acorazado víveres como
si se tratara de abastecer a una ciudad entera y a poner multas de órdago. El
Gobernador consiguió de Madrid que dieran órdenes de que el barco regresara más
que de prisa a Cartagena. Allí se investigó y metieron a unos cuantos en
chirona. Inútil decirte la que se armó entre la tripulación: salieron dos
coches, con unos cuantos bragados, hacia Almería, para ajustarle las cuentas al
Gobernador de marras. Menos mal que estaba en Madrid y al enterarse, allí se
quedó.
Renunció.
—¿Qué era?
—De Izquierda Republicana.
Templado se ríe.
—¿De qué te ríes?
—Pero supieron dónde vivía y fueron a por
él. Lo llevaron a uno de sus cuarteles. Es una manera de hablar. Menos mal que
todavía fumaban todos y se olía menos a sudados. Se los iban llevando poco a
poco: bien juzgados. Y si no es por un jardinero, que lo conocía, de Ronda -el
Gobernador era de allí-, se lo cargan.
—¿Tú crees que así podíamos ganar la
guerra?
—¿Por qué no? Cosas peores pasaron en
Francia en 93, que diría don Juanito[6] y ya
ves.
—Pero allí crearon el ejército. Y nosotros
lo hicimos polvo.
—Dirás mejor que fue el ejército el que nos
hizo papilla.
—También tienes razón.
—¿Y qué pasó con tu Gobernador?
—Santo Domingo, Panamá —creo— y México. Bueno:
México, la capital, no. Era el tiempo en que los médicos creían que su altura
afectaba el corazón. Se fue a Cuernavaca, puso un ultramarinos, una tienda de
abarrotes como dicen allá, trajo las cosas de España que allí se aprecian:
nueces, avellanas, turrón, chorizos, manchego, algunas latas.
—¿Qué allí no hay?
—Sí, pero los españoles dicen que los
españoles son mejores. Cuentos, pero negocio. Lo grande es que le reconoció uno
del Jaime I que también andaba por allí de achichincle del Gobernador,
bueno: de hazme todo un poco. Entre otras cosas de periodista. Y empezó a no
dejarle vivir con notas esas sí envenenadas y no el jamón que acusó. Y acusó a
los inspectores de Hacienda. Total que le hizo la vida imposible.
—¿Quebró?
—¡Qué va! Los españoles, fuera de España,
parecen judíos o alemanes. Alcázar, que así se llamaba el ex anarquista, no
contaba con que el ex Gobernador de Almería chamullaba el inglés. Tan pronto
como hubo cambio de Gobernador en Morelos —Cuernavaca es la capital de
Morelos—, mi hombre puso un hotel para gringos; un hotel muy «colonial» y
cómodo y con comida insípida y se hizo rico en medio de un jardín espléndido,
con buganvillas, flamboyanes, llamaradas, tabachines, tulipanes, geranios,
rosas, claveles, alelíes, nardos, flores de la India, acacias, jacarandas, nochebuenas, rosas de
laurel, que es como llaman allí a las adelfas, lirios...
—Para ya, pesado.
—Y publicó su libro.
—Que hay más acerca de aquella guerra que
flores por allá.
Max Aub.
[1] Brigada Juan Escobar Montoso, del aeródromo de Armilla (Granada).
[Notas de Mª Paz Sanz Álvarez]
[2] El gobernador militar de Almería era el teniente coronel Huerta
Topete, que recibiría en la madrugada del 19 de julio un telegrama de Franco
ordenándole declarar el estado de Guerra, tomar el mando y ponerse a sus
órdenes. Mostró una actitud equívoca: por un lado se mostraba partidario de la
legalidad, después afirmó que él dependía de Granada y ésta no se había
sublevado. Además Huerta mantuvo contacto con el gobernador civil, Peinado,
hasta el mismo instante de la insurrección en Almería, el 21 de julio.
Finalmente se rendiría ante la amenaza del destructor Lepanto, fiel a la República, de bombardear
la ciudad si no se rendían los rebeldes.
[3] Juan Ruiz-Peinado Vallejo, gobernador civil desde febrero hasta octubre
de 1936.
[4] César Torres, el gobernador civil de Granada fue asesinado por
los sublevados.
[5] La llegada de los soldados de Aviación desde Adra y la del
destructor Lepanto, mandado por don Valentín Fuentes, decidieron la
situación de Almería en julio de 1936.
[6] Juanito Valcárcel, personaje de Campo de los almendros,
chamarilero gran aficionado a los libros sobre la Revolución francesa. En
el puerto de Alicante se vuelve loco y pronuncia un discurso subido a una
farola (los locos siempre dicen verdad).
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