martes, 6 de diciembre de 2011

Compañeros de viaje: "Árbol de iluminados".


Durante cuatro años trabajé los textos de Árbol de iluminados, un poemario que concebí como un agradecimiento a la tradición literaria que había recibido; pues no en vano a esa tradición debía mi propio reconocimiento, la recuperación de mis señas de identidad. Con La visión de arena y con Árbol de iluminados parecían quedar zanjados, pues, mis problemas de identidad, la búsqueda de mis raíces culturales y de mi propia personalidad como poeta.
   Al acercarse la conmemoración del cuarto centenario del fallecimiento de san Juan de la Cruz y, hallándome destinado a la sazón en un instituto de Linares (Jaen), visitaba con asiduidad las ciudades cercanas de Úbeda y Baeza, ambas patrimonio de la Humanidad: la primera, tras las huellas del santo carmelita, patrón de los poetas españoles, el autor de "Cántico Espiritual, "Noche Oscura del alma" y "Llama de amor viva"; la segunda, tras las huellas de don Antonio Machado.

   El libro se publicó en nuestra colección "Batarro", que con Diego Granados, Martín García Ramos, Pedro Martínez Domene y yo mismo habíamos relanzado con ilusión y renovada fuerza en 1989. A poco se unirían a nosotros Jerónimo López Fernández, Pedro Felipe Sánchez Granados y Jesús Martínez Gómez. En la revista "Batarro" publicamos también, por aquel entonces, un volumen memorable de homenaje a san Juan de la Cruz, al que titulamos Poetas por el Espíritu y que presentamos en Almería con la presencia del escritor granadino Antonio Enrique.
   Acudí a un profesor sevillano de Dibujo, Rafael Amadeo Rojas, a quien conocí en el instituto de Cantoria (Almería) para que, inspirándose en los textos de este libro, realizase las dos excelentes ilustraciones que reproduzco. Debo el "Pórtico" en verso al escritor albojense Diego Granados, quien quiso acompañarme en este nueva entrega de mi trayectoria poética.
 En la nota de contraportada venía a decirse lo siguiente: "Árbol de iluminados se constituye en un proceso reflexivo sobre las fuentes matrices de una trayectoria poética personal que, en muchos casos, son tomadas como pretexto para la elaboración de un discurso lírico en el que la nómina selectiva de los poetas clásicos -con los que el autor se siente en deuda literaria y de sangre-, se mezcla con el testimonio solidario y de amistad que suponen los textos dirigidos a los poetas actuales.

   Pero, en realidad, es la voz del autor la que se deja oír, es su propia intimidad, el dolor de ser y de existir lo que se transparenta a través de las dos partes que componen el discurso poético, en el corpus global de la obra (...)".
    El poemario va introducido por unos versos de Dámaso Alonso, tomados de sus sonetos a la lengua castellana: "Hermanos en mi lengua, qué tesoro/ nuestra heredad -oh amor, oh poesía-,/ esta lengua que hablamos -oh belleza-".


   Dos de los textos que se integran en el libro, vieron la luz en una separata, primorosamente cuidada por el escritor e impresor malagueño Francisco Peralto, en la colección "Los Pliegos de Corona del Sur". Se trata de "El poeta Garcilaso de la Vega visita en Avignon la tumba de Laura y llora su desamor en el recuerdo de Isabel Freire", así como de "La venerada madre Teresa de Jesús invoca al ángel de su transverberación".
   De Arbol de iluminados, tercera de mis entregas poéticas, primera en la década de los 90, son estos versos.


            
    Visión de la rosa que ardía sin consumirse.

                               Para don Luis de Góngora.

 Flameaban al sol sus pétalos estelares
como ajorcas prendidas
a relucientes miembros de bailarina
que danza
y, grácilmente, por la brisa 
es cimbreada;
mientras lerdas gotas del elixir más frío
emulaban la daga del beso
que abríase camino
sobre el lívido bosque de la corola
y a prolongado trago
invitaban que saciara.




El cáliz sus destellos dorados despedía
doblegando pupilas
como palmas rendidas en sofocado éxtasis,
vistoso pórtico, a cuya entrada,
arcángeles cegados anunciaban
prometedor deleite de estambres y pistilo.

Toda la flor levitaba el aire mismo,
exhalando dulcísimo aliento
que de sí desprendía y, a los sentidos,
en deleitoso letargo suspendía.
Donde placer y dolor, en brevedad suma,
coronaban
la extenuada visión de sus espinas.

             José Antonio Sáez.





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