lunes, 30 de diciembre de 2013

ATANDO CABOS.





Ya ves, se han ido todos y, en el desorden, todo queda por recoger. Te has quedado solo para despedir los restos de lo que un día fue como la aurora y hoy sólo son los fragmentos de este naufragio que es la vida. Todo termina aquí y también acaba el mar en algún sitio. Como el que ve pasar los trenes delante de sus ojos y no sube a ninguno, así tú que contemplas ahora los raíles infinitos que han de llevarte hacia ninguna parte. Bien está quedarse sólo ante los tragos fuertes. Bebe pues este orujo y nota su calor quemante en las entrañas. Ante el dolor uno se encamina solo, ante el desamor y la orfandad, ante la muerte y en la agonía uno debiera ir solo. No hay compañía posible ni asidero alguno. Afrontar se deben con dignidad y en silencio las derrotas. Y a cada cual le caben, cumplidamente y sin posibilidad de evasión, las suyas. Porque vivimos tiempos para la ignominia y el totum revolutum, sobrevimos náufragos del caos que nos arrastra, tal las aguas revueltas de la riada se llevan con violencia cuanto los nobles brazos con voluntad y tesón edificaron. Del hombre es la pasión por levantar lo que los elementos con furia inclemente le robaron. Del hombre es el orgullo y la sabiduría para discernir cuándo han de recogerse aperos y aparejos, y cuándo se han de ir atando los cabos que quedaron sueltos. Recoger amarras. Sin duda, hay que recoger amarras porque entiendes que el tiempo apremia. Te gustaría dejar la casa decente, cada cosa en su sitio. Pues hay un momento para el alba y otro para el ocaso. Alfa y omega. El auge y el declive. Pobre es la cosecha que recolectas en tus manos desnudas. Poco que ofrecer a quien aguarda.
Recoges ahora los girones del desamor y la caducidad, como el perrillo que lame las llagas de sus heridas recostado sobre la hierba frondosa, bajo la mirada compasiva o indiferente de los viandantes. Se ha hecho la noche y se cierran a una los cortinajes del escenario en la comedia de la vida. Asido al remo de la barca, aún bogas para mantener la nave en equilibrio. Mas sabes que todo está cumplido. Suenan para ti los últimos acordes de la orquesta y ya los invitados abandonan el recinto. Esbozas unos pasos y algunas miradas te siguen con perplejidad desde el fondo oscuro de las gafas, escrutando tus movimientos imprecisos. Es la danza o el baile del solitario abrazándose al aire. Alguien te lanzó el reto.
Bienaventurado quien se hizo al silencio y adentrándose en él, se supo libre y cumplido y pudo decir, con serenidad y entereza: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

   
                                                                                         José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 23 de diciembre de 2013

APORÍA DEL INVIERNO.







El invierno entra en el corazón de las gentes como entra el aire gélido por la abierta ventana de la estancia en un descuido. Nos hemos endurecido para protegernos de no sabemos exactamente qué, pero nos sentimos agredidos. Estamos siempre en actitud de alerta, previniendo no entendemos qué tipo de amenaza. Quizá todo ello no sea más que la expresión de nuestro desvalimiento, de nuestra fragilidad o de nuestro desamparo. Seguramente no exista otra criatura más necesitada de calor que el ser humano. Ese que viene al mundo entre llantos y desnudo, absolutamente dependiente de los demás. Aunque no queramos reconocerlo, somos lo que los demás han hecho de nosotros y lo que nosotros hemos hecho por los demás.
El invierno nos sitúa, cara a cara, frente a nosotros mismos y frente a nuestra única y desoladora verdad. Imposible el escapismo, la hipocresía o el fingimiento. Nadie es lo que no es y los seres humanos fuimos creados, en el espíritu, de la misma materia que los dioses que nos infundieron un soplo de su aliento.
El aire frío del invierno se lleva las hojas caídas de los árboles desprotegidos, dejándolos con todas las vergüenzas a la vista de los paseantes y sus miradas indiscretas. Nadie más desnudo que el árbol ensimismado, interiorizando los rigores de la estación inclemente que lo deja al arbitrio de una mirada compasiva y melancólica. Pasamos ante los árboles indefensos como ante nuestra propia vida, incapaces de entender qué nos ocurre, por qué esto es así y no es de otro modo. Todo el mundo parece dispuesto a juzgar y a lanzar sus improperios sobre la vida y sobre los demás, como el que escupe sobre el rostro de sus captores o de quienes ofenden su más íntima dignidad. De la actitud defensiva, antes de que alguien lance la piedra sobre nuestras cabezas o nos abofete el rostro, pasamos a la actitud ofensiva, al salivazo. No hay lugar para la mano tendida o la caricia. No lo hay para el abrazo, ni para el perdón o la misericordia.
El invierno es la tierra preparada y, bajo ella, la semilla dormida y dispuesta a germinar. Me quedo con el simbolismo del invierno y todo cuanto él me revela, pues es la voz que nos susurra al oído las verdades más altas de nuestra condición. El invierno es el crucificado, el eremita arrojado al desierto, el desterrado abocado al exilio y es el silencio, el vacío, la nada, el espacio por el que vagan los cuerpos estelares de los durmientes. De una manera o de otra, todos ivernamos y permanecemos a la espera, aguardando la llamada de los rayos de sol.
Miras los árboles desnudos y desamparados, expuestos a la intemperie, como tu corazón amortajado. Miras caer la tarde y en ella a los pájaros ateridos que vienen a buscar cobijo entre las ramas de los árboles de hoja perenne que aún resisten a las acometidas del frío glacial que los envuelve. Ves venir a las gentes como perrillos abandonados a su suerte, en busca de alguien que les regale una sonrisa o un gesto de ternura. Nos creamos la ilusión de ser felices por las migajas con que la vida en ocasiones nos regala. Y andamos a tientas entre las ruinas de una era terminal en la que, como el navío extraviado en la tormenta, vamos embarcados todos.

    
                                                                         José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 7 de diciembre de 2013

REFLEXIÓN DEL DOCENTE.





Nunca me ha gustado hablar de mí o de mi familia a mis alumnos. En muy contadas ocasiones lo habré hecho. En una de ellas fue para decirles que mi padre llevaba cargas de tierra a lomos de una burra a una de las alfarerías de Albox, cuando contaba solamente 9 años de edad, y que lo hacía desde que se veían las primeras luces del alba hasta que el sol se ponía. No recuerdo bien cuánto me dijo que ganaba. Quizá pudiera ser una peseta, a cambio de diez viajes al día. A pesar de que tuvo que abandonar sus estudios a tan temprana edad, mi padre siguió leyendo e instruyéndose durante toda su vida y siempre tuvo curiosidad por cuanto le rodeaba, ansia de saber y de conocer. A sus hijos, que estudiaban y no eran malos estudiantes, les enseñó a conseguir las cosas con su esfuerzo, lo que significaba el valor del trabajo y lo que cuesta conseguir algo en la vida. Nada inhabitual en la mayor parte de las familias de entonces.
Les decía esto a mis alumnos para intentar hacer ver en ellos la gran suerte que habían tenido al nacer en días de mayor abundancia, tan alejados de aquellas precarias condiciones de vida en nuestro país. Entonces la necesidad apremiaba y la mayoría de los niños había de aportar un jornal a la familia. Afortunadamente, en la época de los ordenadores y los móviles, de la abundancia, el derroche y los caprichos, las nuevas generaciones pueden dedicar, sin graves dificultades, unos años claves de su vida a su formación, que es inversión en su futuro y en el de su país. Y para que supieran que, en la vida, sin voluntad, sin esfuerzo, sin sacrificio y sin constancia no se consigue nada. No siempre la realidad social nos depara los mejores ejemplos para defender lo que suscribo. ¡Y son tantos los que derrochan la oportunidad de oro que tienen entre sus manos! Es difícil hacer comprender esto a quien no lo ha vivido. Solemos valorar aquello que nos ha costado conseguir y, por el contrario, poco o nada valoramos aquello que ha sido conseguido sin esfuerzo. Entiendo así que las nuevas generaciones deben ser educadas en el valor de lo que se consigue con esfuerzo, porque de lo contrario estamos abocados al fracaso.
Los ordenadores y los móviles han cambiado el mundo y la vida de las gentes. Las nuevas generaciones no pueden pasar sin estos aparatos, ni entienden el mundo sin ellos. Es más: pasan sus horas y sus días detrás de ellos, para bien o para mal. Las nuevas tecnologías, las llamamos. No tengo nada contra ellas; es más: las uso en cuanto soy capaz. También yo, lo confieso, sufro de su dependencia. Sus ventajas están a la vista, pero también resulta obvio que han aparecido nuevos problemas, los cuales no siempre acertamos a solucionar, seguramente porque aún no conocemos la mejor forma de hacerles frente. Compruebo cada día lo difícil que resulta educar a nuestros adolescentes y temo seriamente por ellos, por su futuro. El hombre, la especie humana ha demostrado una capacidad de adaptación enorme a lo largo de la historia y, seguramente, el paso del tiempo llevará cada cosa a su lugar; si bien el vértigo con que se producen los cambios en nuestra sociedad no resulta propicio para que las generaciones mayores sean capaces de asimilarlos. A muchos, ese vértigo en los cambios nos va dejando a un lado. Las generaciones actuales, las nuevas generaciones de niños y adolescentes, necesitan educadores formados en conocimientos y valores para afrontar los nuevos tiempos que ya están aquí. Y aunque a día de hoy no logro ver del todo esa luz de esperanza que me haga confiar en que la tarea más hermosa que existe bajo el cielo: la de educar a las nuevas generaciones, es posible; confío en que acertaremos en dar los pasos adecuados para conseguir formar a jóvenes solidarios y capaces, de acuerdo con los grandes valores de libertad, justicia, tolerancia y respeto que puedan asegurarnos y asegurarles el futuro.

                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

jueves, 5 de diciembre de 2013

LAS TARDES.





Breves son las tardes, fugaces como la misma vida. Apenas unos rayos de sol las acarician y los ojos perciben esos frágiles haces de luz que rompen, en los cristales, sus aspiraciones de ser y permanecer, perdurando en ellos y en las pupilas despiertas que los despiden, como las novias en el puerto o en el andén de la estación despiden al vapor que se lleva los latidos del corazón enamorado. Fugaces las vísperas del desamor. Vuela el tiempo desvalido en los relojes de las manos amadas y los dedos entrelazados de los agonizantes. Vivo yo en los intantes de tus labios gozosos, presa libre que se crece en el aire como una paloma extiende sus alas y se hace al azul, plena en la dicha, leve e ingrávida. La tarde es el suspiro y es el instante eterno en tus ojos, mujer de seda y esmeraldas que cruzas ante mi vista y ya eres humo, niebla desvanecida. Nada perdura en las tardes que predicen el advenimiento del invierno. Cae a tierra en ellas la luz desplomada como un pájaro herido bajo el disparo terrible y más cruel del cazador que lo derriba. Caen las tardes, se desploman como las hojas amarillas del más frondoso árbol bajo cuya sombra nos resguardamos del sol abrasador del verano. Pero el verano se ha ido y el otoño apunta ya su despedida. Se suceden las estaciones como las tardes, los solsticios y los equinoccios dejándonos a solas con nuestra infinita soledad de sabernos mortales. Bajo el violín de la tarde te supe y soy declive, llama que se apaga en el brillo de las pupilas que vieron con asombro el mundo y aprendieron a mirar en otros ojos conmovidos que las contemplaron. Ya ves, se me vuelan los sueños tras los tuyos y no soy sino la nada que se desvanece, el brillo que no perdura y es el instante. Dulces las tardes, apacibles. Suave la pérdida. Las veo llegar como a la muerte misma en esta agonía de soledades que envuelve el corazón sosegado. Ven. Acaríciame. Dime que es luz esta luz que siento en mis manos. Abrázame si puedes, estrella de la tarde que te apagas en el claroscuro que declina. Tú que caminas sobre los páramos baldíos y descansas a lomos de los rugosos troncos de los olivos, bajo un manto de rubíes embalsamados. Bésame, acaríciame, da calor a mis dedos para que te reconozca, para que pueda entregarme, abandonarme, dejarme a quien no ha de demorarse. He aquí que llama ya a mi puerta. Es el invierno de la vida y es ella, mi amiga y compañera, la que esperaba y para quien me he vestido. Sea, pues. Vamos.

                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.

domingo, 1 de diciembre de 2013

"PARAÍSO": NUEVE AÑOS, NUEVE ENTREGAS.



La revista de poesía "Paraíso", patrocinada por la Diputación y la Universidad de Jaén, y dirigida por el poeta y profesor Juan Carlos Abril, llega a su número 9, correspondiente al año 2013, en un volumen de 190 páginas, cuya portada e ilustraciones han estado a cargo del reconocido pintor Ginés Liébana. Su formato se ha reducido hasta convertirse en el de un libro; siendo así que, hasta su octava salida, éste había sido mayor, más o menos habitual en las publicaciones de este carácter.

No cabe duda de que en los últimos años, el número de las revistas literarias en formato de papel ha venido reduciéndose escandalosamente en nuestro país, aunque es cierto que aumenta llamativamente el de las mismas en internet. Una de las causas determinantes ha sido, evidentemente, la del coste mayor que supone el papel frente a la economía de la red; pero también parece obvio que ésta supone una mayor facilidad para contactar y llegar gratuitamente a un número mayor de posibles lectores.  Su accesibilidad, en definitiva.

A pesar de todo ello, "Paraíso" se mantiene en formato de papel y lo hace con unos niveles de calidad envidiables, lo cual la sitúa entre las mejores publicaciones literarias de nuestro país. Fiel a su linea inicial, que ha ido perfeccionándose en las sucesivas entregas, la publicación giennense se estructura en secciones que también han ido aumentando con el trascurso de los años, lo cual nos produce la agradable sensación de que se trata de una publicación que ha ido mejorando contiuamente, bajo el conocido lema de "obra en marcha". Lo cierto es que desde su entrega inicial, "Paraíso" prometía como publicación literaria y así ha sido, pues creo que no decepciona a nadie. No oculto que, en opinión de algunos, la publicación giennense pueda mostrarse inclinada hacia una determinada tendencia estilística de nuestra posesía, lo cual no debiera resultar sorprendente para nadie, pues me parece lógico que una revista recoja las inquietudes intelectuales, profesionales y estéticas de quienes la impulsan con toda legitimidad. Aun así, estamos ante una publicación abierta que se mantiene en unos niveles de dignidad enviadiables respecto a las tendencias más difundidas de la literatura española en estas últimas décadas.

Este número 9, correspondiente al año 2013, lleva las secciones habituales con que suele aparecer la publicación giennense. Así, "Tres morillas" contiene dos ensayos de Antonio Deltoro y Juan Manuel Romero sobre la poesía y sobre Eliot, Rilke y J.R. Jiménez; así como una entrevista realizada por Marco Antonio Campos a Rubén Bonifaz Núño. En "Poesías completas", Rafael Espejo comenta la de Karmelo C. Iribarren; en "Bonus track", Rafael Courtoise diserta sobre Mario Benedetti y la sección poética "Levántate brava" contiene textos diez poetas entre los que destacan Álvaro Salvador, David Pujante, Gioconda Belli y Luis Muñoz. "Paraíso perdido" homenajea la memoria de Agustín Delgado, José Luis Parra, Antonio Cisneros y Rubén Bonifaz Núño y, finalmente, "Los alimentos", contine reseñas literarias de 25 autores sobre otros tantas lecturas de señalados escritores actuales.

         José Antonio Sáez Fernández.


sábado, 9 de noviembre de 2013

EN FUENTEHERIDOS, CON MANUEL MOYA.









El amigo que escucha los cascos de las yeguas resonando en la noche. El que habita el silencio fecundo y cumplida nos entrega la ofrenda de su sangre, derramada en sus versos. El que fabrica máscaras en el taller del tiempo y su casa instaló colgada de un talud. El que surcó los mares con tan frágil barcaza y residió en las islas del coral más hermoso. El muchacho al que ofrecen su fruto los castaños y se puso al cobijo de una lección de sombras. El que, pese al combate, no se rindió a la vida y sangra en cuanto siente. El que se bebe a sorbos la madeja de nieve de su barba y obsequia con flores a Violeta, allá en la fuente donde lavan sus llagas los heridos. Aquél que mira al cielo tras el cristal nublado de sus gafas y lleva el corazón envuelto en un sudario. El más cordial, mi amigo... Manuel Moya se llama.



José Antonio Sáez (De Valle sin Aurora, Málaga, Corona del Sur (Col. Almud Literario 9), 2005.

domingo, 3 de noviembre de 2013

HOJAS CAIDAS.


 
Mariluz Escribano Pueo es una escritora granadina, nacida en 1935, que ya ha demostrado sobradamente en su trayectoria literaria las excelentes cualidades de que está dotada, tanto para la narrativa como para la poesía. Su labor en la ciudad del Darro y del Genil es bien conocida como catedrática de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Facultad de Ciencias de la Educación de la universidad granadina. Destacable resulta, sin duda, en la actualidad, su labor como directora de la revista cultural y literaria "Entre Ríos". Inevitable parece establecer cierto paralelismo con la poesía de la recordada poeta granadina Elena Martín Vivaldi (también la responsable del estudio preliminar, la profesora de Didáctica de la Literatura Remedios Sánchez García, lo advierte en él); si bien delimitando estilos y singularidades en ambas poetas.
Autora de más de una docena de títulos de poesía, narrativa y ensayo, estos últimos en colaboración con la almeriense de Antas, Tadea Fuentes, discípula de Celia Viñas; Mariluz Escribano nos regala en esta ocasión el poemario "Umbrales del Otoño", publicado por Editorial Hiperión, el cual no podría llegar en hora más oportuna que la presente.
Estimo que se trata de una poesía esencialmente intimista, donde tienen cabida la evocación y el recuerdo, el el recurso a la memoria y un cierto panteísmo de fusión con la naturaleza, de vivencia personal de la misma, sintonizando el estado de ánimo con los signos estacionales que ofrece el medio natural. Dos son las estaciones a las que se refiere preferentemente en el libro: la primavera y el otoño. No hace falta aludir al simbolismo de ambas, pues éste se ha convertido en tópico literario. El otoño es la estación propicia para el recogimiento, para la intimidad, para la evocación y el recuerdo. En Mariluz Escribano, las figuras de la madre y del padre están vivamente presentes en la memoria y el corazón de quien las evoca con dolorido sentir, desde la ausencia y el sentimiento de pérdida, en trágicas circunstancias, especialmente de la figura del padre, a quien se llevó una triste guerra.
Toda vida es una continua pérdida: vivir significa dejar atrás las personas y las cosas que amamos. Corremos, avanzamos al encuentro de lo inesperado, de lo nuevo, de lo que está por venir, pero ya no podremos ser nunca los mismos. Durante el resto de la vida nos acompaña un sentimiento de orfandad inevitable e irresoluble. Somos los despojados de su riqueza interior, de sus emociones y afectos. Pierden los árboles su vestidura de hojas y quedan las ramas al descubierto, desnudas y expuestas al viento. Así la intimidad que se muestra al exterior y se somete a los ojos y al juicio de nuestros semejantes. Un verso también puede ser una lágrima y, a veces, hasta el llanto de un río subterráneo. Mostramos nuestras llagas como quien muestras las medallas que le caben en la guerrera, por si alguien se solidariza con nosotros y nos abraza con idéntico dolor. Vivir es dolerse en uno mismo y en los afectos de quienes nos han querido o a quienes hemos amado. 




 Todo esto me dicen a mí los textos de "Umbrales del Otoño", tal y como si anduviésemos entrando en la estación de la interioridad que nos devuelve la imagen de lo que somos y cuanto hemos sido. Formalmente estructurado en dos partes relativamente diferentes, de diecisiete y dieciocho poemas respectivamente, en la primera se integran preferentemente los textos de evocación (incluido el dedicado a La Huerta de San Vicente, vinculada a la familia de Federico García Lorca) y en la segunda los de una particular vivencia amorosa, pues el amor ocupa un lugar de señorío en este poemario singular que es "Umbrales del Otoño". Se vive para el recuerdo y desde el recuerdo se proyecta la vida:

                                            Vivirás en mi verso cuando la luz se acabe,
                                            por eso yo te canto germinal y sencillo,
                                            descubriéndote el alma cuando el cielo está quieto
                                            y el silencio se puebla de planetas sin nombre.

Toda vida tiene sentido en el amor y para el amor. Si amar es darse, Mariluz Escribano entrega mucho de sí en este poemario cíclico y lunar que huele a lluvia, a hojas caídas y a árboles desnudos, a sentimientos y emociones perdurables.

                                                                          José Antonio Sáez Fernández.



miércoles, 30 de octubre de 2013

ABU GHRAIB (IRAK).






(Al pintor colombiano Fernando Botero)



Porque un hombre puede degradar a otro hombre,
vejarlo, reducirlo al estadio inicial del gusano,
escupirle, aplastarlo con sus botas feroces,
crecidas en la villanía de su más alto estatus.
Porque un ser humano podría reducir a un semejante
y negarlo, renunciando a su condición,
abdicando de su primogenitura por una escudilla de altramuces,
olvidándose de que otro y uno, aunque lo pretendieran,
nunca conseguirían renunciar a la más alta dignidad
que su condición por cuna les confiere.
En el presidio de Abu Ghraib, los soldados torturaban  a los presos,
vejándolos hasta degradarlos a la suerte más baja del reptil
que se arrastra por la tierra protegiendo su cuerpo
de los golpes más crueles y tormentos atroces,
mendigando clemencia a sus captores entre los detritus y el lodo,
reducidos a escombros en su insignificancia.
Los perros adiestrados sabían muy bien cómo hacer su trabajo
y cumplían las órdenes de quienes los instigaban a morder sin clemencia.
Un sospechoso fuera entonces desecho, quizás una piltrafa,
el pingajo que cuelga sostenido en el aire,
quizás la escupidera o también la letrina que alivia a sus captores.
En Abu Ghraib, los despiadados e invictos
daban tortura a los vencidos con las manos sujetas a la espalda
y los pies unidos por las cuerdas en corto:
la carne roja, mordida, amoratada, la carne violentada,
escarnecida, un cuerpo menor que su ignominia.
Por Abu Ghraib nuestro bochorno clama entre los gritos
que rompen el silencio de la noche insomne de los guardias;
nuestra vergüenza ciega los ojos vendados ante las manos
que aplican sin clemencia la tortura contra los indefensos.
Rugió la bestia de nuevo en su cubil de espanto
y clamaron, sonoras, las trompetas del Apocalipsis
invitando al derrumbe de cuanto, en el tiempo, erigiera la especie.
Amenazante, la bestia se irguió sobre sus zarpas,
sobre los osarios de los sin nombre y los cuerpos vejados;
allí, en lo más oscuro de la conciencia ausente,
todos fuimos vencidos, todos nos remontamos al origen precario
del carnívoro homínido que celebra el festín sin lavarse las manos.
Por eso reclamamos al animal de presa,
le pedimos audiencia entre los feroces aullidos del aquel depredador
que reclama el trofeo conseguido en la guerra.


                                                  José Antonio Sáez.



miércoles, 23 de octubre de 2013

PLANTO.






Soy el abandonado, quien va dejando atrás el lastre de sus pasos. Acaso algún mastín olisquee entre cardos el aliento que dejan mi llanto o mis plegarias. Soy el que fue perdiendo cuanto cupo en sus manos, el que se abraza al aire y estrecha su vacío. Soy el que anda perdido, el que no fue ganado, el que va tropezando y, ladera abajo, rueda entre los peñascos; el que se deja hacer por el agua del río, el pulido, el de aristas, sólo un canto rodado, una piedra que pudo ser umbral o dintel y quedó entre ruinas de una deshabitada estancia. Me veis a lo lejos, siempre estoy alejándome, caminando entre huertos, arrabales o arenas que van a dar a la mar, junto a playas desiertas donde van a morir las olas que vienen a lavar las plantas de mis pies polvorientos. Soy el que va de paso, el que no se detiene, quien  ha de echar raíces en espacios vacios, soy de ninguna parte y no tengo otro sino que las sombras de la noche, donde se guarecen las alimañas. Soy el que va perdiendo, el que cede al empuje del tiempo huracanado, el que no recompone su vasija maltrecha, quien vela en la luz y en las tinieblas permanece de guardia por si llegara ella, la que no tiene nombre, la hermosa que te invita al frío del abrazo, la que danza y se insinúa ante ti, cautivadora. Acaso sea aquella, la de tan dulce rostro, cuyas formas perfectas adormecen al tigre y gritan desde los laberintos que se asoman a los acantilados, la gran matrona que guarda luto por los naufragios que han de entregar al fondo del mar sus ahogados, la cuota fija de los suicidas, el desamor del mundo, la orfandad de quienes vierten sus lágrimas sobre la tierra heroica. Soy casi nada, ya veis, esto que no es nada y en nada se diluye. Aquel que se oculta tras el horizonte. El que llevan las gaviotas prendido de su pico. El que se desvanece. El que claudica y se rinde. Aquel que se arrodilla y, sus ojos a tierra, os demanda el perdón. El que ya es polvo y luego será nada.


                                                                     José Antonio Sáez Fernández.

domingo, 6 de octubre de 2013

LOS RESUCITADOS.



Me cuesta admitir sumisamente que los seres humanos estemos llamados a aceptar nuestra mísera condición de criaturas mortales y efímeras, convocados al vacío final en que hemos de convertir la ofrenda amorosa de nuestros huesos. Tal condición provoca en mí la incitación a una contumaz rebeldía, pues algo dentro de mi ser más íntimo se niega y lo niega. Quizá sea cuestión de terquedad, tozudez, testarudez o como con cualquier otro sinónimo quiera calificársele a una cuestión que ha venido ocupando los más ambiciosos afanes del hombre desde que este tiene conciencia de su ser y estar en el mundo. Con insistencia callada niego lo que una y otra vez me golpea en la mente y se obstina en hacerme ver que eso es así y que nada puede hacerse contra ello, quiera yo o no quiera aceptarlo. Y ando pertinaz en mi empecinamiento de buscar espacios para una parte perdurable de mi ser que haya de estar convocada a la resurrección y a la eternidad. El perseguidor de quimeras. El que se miente a sí mismo para hacer soportable el tiempo y la radical contradicción de la existencia. El que se niega también a aceptar esto último y aun ora al Dios de sus padres con radical disconformidad. Lo cierto es que una cruz nos marca el camino, que a los hombres sólo nos basta extender los brazos en el aire para ser una cruz nosotros mismos, para formarla y hacerla ver a los otros. Cada hombre, una cruz. El hombre fue antes que la cruz y la cruz fue hecha para el hombre; esto es: un hombre es su dolor, el dolor de ser hombre. El desvalimiento, el desamparo, el abandono, la radical soledad de una criatura frente a quien no se apiada del que arrastra el polvo y la sed de los caminos. Y me digo que somos los llamados en la mañana, los convocados a un alba de luz primigenia, los invitados a levantarse y andar como nuevos lázaros. No fuimos creados para la muerte, sino para la vida, y nuestro destino es el de los insomnes, el de los despiertos, el de los sonámbulos persiguiendo quimeras. El de los alzados cuyo cuerpo va envuelto en un sudario. El de los cubiertos de blancas vendas para ser desliadas. El de los abducidos. Fragmentos, partículas, miríadas de estrellas en el firmamento.


                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

jueves, 26 de septiembre de 2013

LUZ DE OTOÑO.






                                                                                       A la memoria de mi madre,
                                                                          Mariana Fernández Conchillo (1923-2004)


Está en oro el jinjolero bajo el sol del membrillo. Sembraron sus hojas una áurea alfombra alrededor de las ramas. Una tumba de hojas es la tierra abonada. Yacen mariposas difuntas al final del verano. Septiembre marchitó las ultimas rosas que regara la mano amantísima de la pálida ausente. El deshabitado se fue poblando de ausencias. Superficie arrasada, vasta extensión del caos, espacio sembrado de sal que, a su suerte, abandonó el conquistador. Páramos para la desolaciónn del invisible. Espíritu o barca a la deriva entre la niebla espesa. Tardes de otoño: Qué frágil vuestra luz, qué quebradiza, qué delicada seda, qué tejido suave, qué sutil fragancia en el aire más frío, qué rosa efímera en el jardín de hogaño, qué roce o qué caricia que apenas insinúa su túnica aparente... Así la vida, dulce como el licor destilado en el alambique, inaprehensible siempre. La eternidad: ¡qué lejos!



                                                                                         José Antonio Sáez.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

LAS POSTRIMERÍAS DE VALDÉS LEAL.




Don Miguel de Mañara sería el encargado de concluir las obras de la nueva iglesia de la Hermandad de la Santa Caridad. En el Hospital de La Caridad de Sevilla se exhiben dos de las pinturas más representativas del barroco español, obra de Juan de Valdés Leal (Sevilla, 1622-1690), las cuales abundan sobre los motivos de la brevedad de la vida y la vanidad de las cosas terrenales. Se trata de "In ictu oculi"; esto es: "En un abrir y cerrar de ojos"; y de "Finis gloriae mundi", o "Fin de las glorias mundanas". Ambas constituyen un motivo de reflexión permanente y una lección de vida que nos sitúa ante la cuestión esencial de la condición humana: la muerte como verdad aleccinadora.
   Dichas pinturas son conocidas como "Las Postrimerías" de Valdés Leal y, a mi juicio, por tal término debe entenderse "lo que viene después de la muerte", pues no en vano el prefijo post- significa "después de". El artista, hijo indudable de su época, viene a transmitirnos una verdad aleccionadora: la vida es tan breve y todo lo vivido es tan efímero como un parpadear apenas, un pestañear si se quiere, como un abrir y cerrar de ojos. En "In ictu oculi", la Parca lleva bajo el brazo izquierdo un ataúd y lo que parece un sudario, agarrando de esa mano la guadaña. Con la maño derecha y los dedos abiertos señala hacia ese "abrir y cerrar de ojos" y, bajo ella, aparece la vela apagada que sostiene el candelabro, símbolo del final de la vida. Sobre la mesa: el báculo, la mitra y el capelo cardenalicio, atributos del poder eclesiástico; capas, hábitos y vestiduras que con la corona, el cetro, el toisón y otros insignias y ornamentos representan la realeza y el poder mundano; espadas usadas en guerras, batallas y conquistas; libros que fueron compendio de todo el saber humano, palacios para la ostentación, pinceles, ramos de palmas para la celebrar la gloria vencida. Bajo su pie izquierdo, la Parca, que nos mira implacable de frente a través de las cuencas vacías de sus ojos, aplasta la bola del mundo. El fondo oscuro del cuadro empuja hacia el primer plano, poniendola de relieve tan aleccionadora ilustración, hermanada con los mensajes del pesimismo y el desengaño del barroco español.






 En "Finis gloriae mundi" la mano llagada de Cristo sostiene desde lo alto, en un espacio luminoso, la balanza en cuyos dos platillos, "Ni más", "Ni menos", queda reflejado el juicio de las almas. En el primero, el de la izquierda, aparecen los símbolos de los pecados capitales que llevan a la condenación eterna, mientras que en el plato derecho -con la inscripción "Ni menos"- podemos ver diferentes elementos relacionados con la virtud, la oración y la penitencia. De la libertad humana y de las obras del hombre depende el que la balanza se incline hacia uno u otro lado; esto es: la salvación o la condenación. Bajo los platillos de la balanza, en siniestra oscuridad, hay un osario y un esqueleto humano. En primera línea de la imagen, el cuerpo en descomposición de un obispo, con la tiara, sus vestiduras y el báculo, yace sobre su caja desvencijada. A su lado reposa un caballero de la Orden de Calatrava. Algunos otros detalles podrá advertir el lector, como la lechuza y el murciélago, pájaros de la oscuridad. Ambos cuadros están enmarcados en un arco que bien pudiera introducir en una cripta funeraria. La brevedad de la vida y la vanidad de las cosas terrenales quedan expuestas con un fin eminentemente didáctico y aleccionador ante los ojos escrutadores de los visitantes que se conmueven ante las dos pinturas de Valdés Leal, quien a buen seguro debió seguir las instrucciones de don Miguel de Mañara, legándonos con ello dos de los mayores símbolos artísticos del barroco español.


                                                                               José Antonio Sáez Fernández.


sábado, 7 de septiembre de 2013

BAJO LA FINA LLUVIA DE SEPTIEMBRE.






Llega septiembre, preludio del otoño, antesala del sueño, con sus alas desplegadas y amerizando sobre el agua llovida de tus ojos. Besa las olas con su pico de estaño o viene a caer en busca de los pececillos plateados que vagan por la superficie de un mar transparente. Llega septiembre con sus timbales y el coro de nubes que lo acompaña: las uñas aceradas y el color plúmbeo de los dedos gastados en la caricia. Llega y apenas deja una señal de aviso, un coro concertado de muchachas, el aroma del membrillo y las rosas tardías que exhalan su fragancia en el aire sostenido con la levedad de un pájaro diminuto. Viene insinuándose, tal como si amenazara con una fiebre de olores que aturden y enloquecen a los desafiantes, con su leve nota solar de melancolía, con un alarde de violines en fuga. Pues se entrega la novia esplendente al maduro galán que la corteja. En su mensaje efímero, septiembre es la desembocadura de un río navegable, las capitulaciones firmadas sin demora, el tiempo que apremia y la realidad del sueño que es la vida. Llega septiembre cambiante e inconsciente, como si no quisiera hacerse cargo de lo que es, con sus frutas maduras bajo el sol del verano y sus trasnochadas alegrías pasajeras. Llega con sus ribetes cambiantes de oro pálido y sus panes de oro para dorar los túmulos y las estelas de templos y de tumbas, de lugares abandonados y playas desérticas por donde deambulan los últimos náufragos solitarios que se resisten a aceptar que todo aquí termina. Llega el dulce y recatado, el mudo y revelador, el transparente... Viene con sus higos dulcísimos y sus pájaros voraces, apremiando a las uvas, vistiendo de amarillo a los amantes. Sólo sus manos enlazadas tienden un puente a las glorias perdidas, como quien rinde una fortaleza o entrega las llaves de una ciudad vencida. Septiembre es el espejo en que mirarnos y aceptar lo que somos, una lluvia en los ojos que roza las mejillas y resbala cayendo, pues en caída libre estamos los durmientes. Llega el desconcertante con "Dánae recibiendo su lluvia de oro", del Tiziano, portando bajo los brazos las "Postrimerías" de Valdés Leal. Llega el embriagado por los olores de después de la lluvia. Abridle las compuertas, salidle al paso, vosotros, caminantes, extranjeros, exiliados que lloráis por la patria perdida.


                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 27 de julio de 2013

GERARDO DIEGO Y LA CRITICA LITERARIA EN RADIO.






Los profesores de la universidad de Cádiz Manuel J. Ramos Ortega y José Jurado Morales figuran como editores al frente de una edición del volumen titulado El Panorama Poético Español de Gerardo Diego. Radio y literatura en la España de la segunda mitad del siglo XX, libro que edita la Fundación Gerardo Diego y el Centro de Documentación de la Poesía Española del siglo XX en la colección Bodega y Azotea, núm. 2. Este interesante volumen se forjó a raíz de un congreso celebrado en la mencionada universidad gaditana en el año 2007, el cual reunió a un nutrido grupo de especialistas en torno  al tema “El Panorama Poético Español, un corpus de más de 2000 <<radiotextos>>, escritos entre los años 1946 y 1978 por Gerardo Diego, los cuales se retransmitieron en primer lugar por Radio Exterior de España y después por el Tercer Programa de Radio Nacional de España.

   Resulta un tanto sorprendente el que esos <<radiotextos>> no hayan sido publicados en buena parte hasta el día de hoy, pues constituyen sin duda un documento de primera mano para conocer el estado de la cuestión analizado por uno de los protagonistas privilegiados de nuestra poesía del 27, que no partió hacia el exilio y que supo mantener en buena medida su independencia respecto al sistema político imperante durante el régimen franquista. Gerardo Diego se nos aparece, de este modo, como un escritor consciente del importante papel que venían a desempeñar los medios de comunicación, en este caso la radio, para la difusión de la poesía y la obra de los poetas, entre los que no faltaron ni los clásicos, ni los contemporáneos, ni los exiliados, ni aun los poetas más jóvenes de España e Hispanoamérica. Y todo ello en unos años en los que la radio había pasado a formar parte principal en los hogares españoles, por lo que se convirtió “en una valiosísima aliada para derribar barreras ideológicas y culturales y establecer espacios de diálogo y comunicación con sus oyentes (…)”.





  Estos programas radiofónicos no tenían un propósito elitista ni iban dirigidos a especialistas, sino que su objetivo era fundamentalmente de divulgación y fueron seguidos por radioyentes de uno y otro lado del Atlántico, así como por muchos exiliados españoles y en opinión del profesor Manuel José Ramos Ortega, investigador principal del proyecto I+D+I para la edición del corpus literario presentado bajo el título de “Edición, Estudio e Índices del Panorama Poético Español de Gerardo Diego”; y prologuista además del volumen que comentamos, constituyeron un puente para facilitar el regreso de los poetas exiliados.

El volumen se inicia con el <<radiotexto>> titulado “Falla en Cádiz”, cuyo facsímil mecanografiado se reproduce también, y al que siguen los valiosos trabajos de colaboración de los especialistas, estructurados en dos bloques de contenido. Así, por ejemplo, en el primero de ellos, titulado “La recuperación del Panorama Poético Español”, se integran textos tan esclarecedores como reveladores de la propia hija del poeta, Elena Diego; al que sigue un ensayo del también profesor de la universidad de Cádiz, José Jurado Morales, en el que me detendré mínimamente, siquiera sea porque se trata de uno de los editores de este volumen. Su trabajo se titula “El Panorama Poético Español de Gerardo Diego: Radio y Literatura en la poesía de la posguerra y la transición”, en el cual se hace referencia a distintos aspectos relacionados con la significación que adquiere la radio en los hogares españoles de la posguerra y la lucidez del poeta que vio en ella un instrumento para difundir la poesía en lengua española a ambos lados del Atlántico, sin olvidar la significación del poeta santanderino en los primeros años del franquismo, su labor como crítico, el programa radiofónico Panorama Poético Español, por él escrito y dirigido, su propósito, horario y duración, su formato y estilo, la estructura y los contenidos, para finalizar explicando el proyecto I+D+I con el objetivo de editar este corpus de textos que forman el mencionado Panorama… de Gerardo Diego. Siguen al suyo textos de José Luis Bernal Salgado, Francisco Javier Díez de Revenga, Julio Neira, Olga Rendón Infante, Regina Jiménez González, Paulo Antonio Gatica Cote, Belinda Rodríguez Guerrero, María Teresa Navarrete Navarrete, Ana Zarza Rondón, Nazaret Gijón Arroyo e Ignacio Pérez Pérez. Todos ellos profundizan en general en el tema propuesto o en algunos aspectos particulares del mismo, como es el caso de Julio Neira, quien analiza la relación de Gerardo Diego con los poetas jóvenes o el de Olga Rendón Infante, que estudia las relaciones entre el poeta santanderino y el Grupo Cántico de Córdoba a través de cuatro de sus <<radiotextos>> y un epistolario inédito. Varios de los trabajos acotan el ámbito de su estudio para centrarlo en años concretos o incluso en un periodo parcial de la vigencia del Panorama.





   No menos interesantes son los textos que se aglutinan en torno al segundo bloque de contenidos, esta vez más amplio y diverso, sobre el poeta santanderino y su quehacer literario, el cual lleva por título “En torno a Gerardo Diego”, y cuyos autores son Ana Sofía Pérez-Bustamante, Rafaela Cadenas Rivero (éste vinculado a las revistas señeras del 27 fundadas por el mismo Diego: “Carmen” y “Lola”), María del Carmen Pons Ballesteros (sobre la presencia del autor de “Alondra de Verdad” en las revistas gaditanas “La Vida Literaria” y “Cauces”), Blanca Flores Cueto, quien realiza un paralelismo entre la poesía de la generación del 27 y la del 50, basándose en la obra de Gerardo Diego y Julio Mariscal. Cierra este interesante volumen de ensayos el profesor de la universidad de Cádiz Manuel J. Ramos Ortega, con el trabajo titulado “Gerardo Diego: Un jándalo en Cádiz”, pues no en vano los dos editores del volumen pertenecen, como queda dicho, a la universidad gaditana.

   El lector interesado entenderá que no me haya sido posible citar los títulos de todos los trabajos que reúne el volumen en cuestión, así como resumir mínimamente su contenido por problemas de espacio y las exigencias propias de una reseña. No obstante, confío en haber acertado a proporcionar una visión global de esta obra. Sea como fuere, este comentario no ha pretendido otra cosa que dar noticia de un interesante y hasta sorprendente volumen de ensayos sobre una faceta de la personalidad literaria de uno de los grandes poetas de la llamada por José Carlos Mainer y otros críticos, edad de plata de nuestra poesía: la de Gerardo Diego y su quehacer como crítico literario a través de la ondas radiofónicas, en un periodo especialmente significativo de nuestra más cercana historia literaria, comprendido por los duros años de la posguerra y los inicios de la transición democrática en nuestro país.



                                                                                                             José Antonio SÁEZ.