miércoles, 5 de julio de 2017

EXTRAÑOS EN LA MADRUGADA.



(Ilustración de Juan Vida).



   No, no era "Extraños en la madrugada", sino que se trataba de "Extraños en la noche" ("Strangers in the night"), el título de aquella famosa canción tan romántica de Frank Sinatra, la cual escuchaban embebidos y hasta bailaban con suma devoción y arrobamiento los enamorados. "Extraños en la noche". "Extraños en la madrugada"..."Extraños en un tren" es también el título de una novela de Patricia Highsmith, que fuera llevada al cine por Alfred Jitchcock.
   Caigo ahora en que el mundo está poblado de seres extraños, que extraños somos unos para otros. "Niño, no hables con prersonas extrañas", -advierten las madres y los mayores a los pequeños. Se trata de desconfiar de los extraños porque de ellos puede sobrevenirnos quién sabe qué tipo de amenaza encubierta, aunque en ocasiones el mal habite entre aquellos que nos rodean de forma habitual, que creíamos conocer pero que, en verdad, desconocemos. Entre los virus que nos amenazan y nos atenazan con sus insidias, hay uno que es el de la desconfianza. Como nadie se fia de nadie, no hay quien se sienta obligado a comprometerse con nadie y, en consecuencia, tampoco hay por qué ser leal y cumplir lo acordado. Se rompen los contratos tiempo después de ser firmados y todo se convierte en "papel mojado". Ni siquiera una larga convivencia sirve para conocer y acercar a las personas; es más, puede que desvele las manías e inseguridades de la pareja y, a no tardar acabe con ella. 
   Anda suelto el virus de la desconfianza entre los seres humanos, el del fingimiento, el de la deslealtad y el engaño. Todos ellos van de la mano de otro virus que les anda parejo: el de la falta de compromiso, el de la egolatría, el que huye del sacrificio y busca únicamente lo festivo y placentero. Todos ellos van reduciendo las capacidades más nobles y auténticas de las personas, sus valores éticos, sus relaciones con los demás hasta convertirlos en seres solitarios, incapaces de comprometerse y apostar en su trato con el otro. Nunca estuvo más sólo el ser humano que en la sociedad actual. Vivimos, pues, en la sociedad del encuentro ocasional y efímero: nada es duradero, nada que no sea aliviar la necesidad o el deseo inmediato, su satisfacción. Nada, pues, dura lo que una vida; nada que exija lealtad, compromiso o sacrificio...
   Se despertó un día y le pareció que aquella persona que yacía junto a él al otro lado de la cama, y que había venido considerando como su pareja, era una extraña a la que desconocía. Se vistió y aseó y, cuando se dirigió a la cocina para desayunar, se encontró allí con sus hijos, volviendo a experimentar la misma sensación de que no identificaba a aquellos chicos que todo el mundo reconocía como suyos. Parecía como si aquellas personas que le rodeaban habitualmente y que compartían su vida de forma más o menos problemática con él fueran extrañas. Pensó que a través de esos pensamientos se dirigía hacia la demencia y decidió salir a la calle. Sobre la acera fue encontrándose con más y más seres extraños que iban vestidos de forma semejante, que llevaban la misma prisa que él, que lo miraban con los mismos ojos de sospecha que él. En el trabajo todos se consideraban extraños, porque desconfiaban unos de otros y no se sabía bien quién podría convertirse en delator, acusador o denunciante. No había otro afán que el económico, el medro y el ascenso. Al acabar la jornada, de camino a casa, se detuvo ante una pared donde unos graffiteros habían escrito: "Vivimos en la sociedad de los extraños".


                                                                             José Antonio Sáez Fernández.