miércoles, 25 de abril de 2018

EN EL CAMINO.



Fotografía de Georges Dussaud



   Ah, este gozoso sentir que me trae y que me lleva. Esta locura de amor por las criaturas, este salmo que exulta mi corazón limitado, esta risa soberbia y tan descolocada, este íntimo convencimiento de saberme mortal, esta Arca de la Alianza, esta envolvente marea...
   Salí a los caminos y me recibían los árboles en donde se ocultaban los pájaros cantores y bulliciosos. El viento doblegaba sus ramas y las tupidas hojas cubrían su huesuda desnudez, su esquelético armazón genealógico. Adentrando mis ojos en su interior, escrutaba sus saltos de rama en rama, su nervioso aleteo, la alegría de vivir, el ajetreo de las pequeñas criaturas que ignoran que han de dolerse.
   Cuando el sol expandía su roja luz de sangre en el ocaso, me encontré con los jornaleros que venían de culminar su faena, con los segadores que portaban sus hoces, con las muchachas que reían a pesar del cansancio y gastaban bromas procaces a los jóvenes sudorosos. No menos ellos, que las provocaban. Iban por el camino en distendida formación, sabedores de que una jornada más habían cumplido y aseguraban el pan de los suyos en los días de frío, al calor de las brasas y los leños cortados que avivaran el fuego. El pan de los pobres: ¡no probaste nunca mejor pan, tan sabiamente orneado, ni con más limpias manos repartido! Mas los sentí alejarse, como va perdiéndose el rumor del agua cuando te alejas del río impetuoso o de la fuente mansa y clara.
   Proseguí mi camino, porque lo nuestro no es detenerse sino muy ocasionalmente, y continuar haciendo el trayecto. Cuando el sol apremiaba, descendí a las corrientes para refrescarme y observé cómo descendían con urgencia las aguas y con prisa magnífica las hojas secas o podridas que navegaban por ellas como aplastados veleros abandonados a su suerte. Los insectos merodeaban alrededor de las charcas y los renacuajos se jugaban la vida en un instante y a una sola carta ante posibles devoradores. Todo era un trinar como por ensalmo en las altas copas de los álamos, cuyas ramas danzaban impulsadas por la suave brisa que alivia los rigores del sol abrasador.
   Sé que estoy llegando al final del trayecto y no pido más tiempo ni más oportunidad de hacerme al camino. Cuando el hombre se siente serena e íntimamente cansado, no puede anhelar otra cosa que no sea el descanso. Y heme aquí, preparado, velando mis armas en la noche, por si acaso me llaman y no escucho.


                                                                   
                                                                                    José Antonio Sáez Fernández.

martes, 17 de abril de 2018

LESA HUMANIDAD.





   El azar se confabuló para que tú, precisamente tú y no otro, entre infinitas posibilidades, vinieras a este mundo. Fue el azar quien dispuso que tú estuvieses aquí y ahora. Contigo trajiste tus genes y probablemente, tu misión no fuera otra que dejar aquí tus genes: lo mismo que hicieron tus padres en pro de la perpetuación de la especie. Sin duda es éste el sentido primero y primigenio de nuestro paso por este mundo. 
   Pero los seres humanos somos mucho más que el instinto de supervivencia de nuestra especie, y he aquí que llegamos al mundo totalmente dependientes y demandamos amor, además de alimento y cuidados. Esa amalgama de emociones, entre las que figuran los afectos, contribuye decisivamente al desarrollo equilibrado de nuestro cerebro y resulta decisiva, igualmente, para el desarrollo futuro del ser humano. Conviene, pues, que para amar y ser amados, venimos también a este mundo desabrido y cercado por el desamor de los seres humanos entre ellos, en relación con las demás criaturas y el medio en que vivimos. Por amor se crea. Por desamor se destruye. El amor es fecundo. El desamor, como la serpiente, se arrastra por el polvo del desierto y se oculta entre los matorrales para no ser denunciado públicamente. El amor es franco y va de frente. El desamor es traicionero y es también la mano que sujeta la daga escondida. 

- ¿Qué es lo que quieres de mí? -preguntó la señora a su sirvienta. 
- Que me quiera, señora, -contestó ella, quien durante tantos años la había servido con lealtad y devoción.

   Cariño, y no otra cosa, buscamos y demandamos. Querer y que nos quieran. No hay, pues, un ser más desgraciado que un hombre sin amor, ni trae nada al alma mayor pesadumbre que la soledad y la ausencia de amor. Parece evidente que fuimos creados para el amor. No hay criatura que sienta mayor orfandad y desamparo que el ser humano. Su desvalimiento resulta proverbial. Y es que sólo el amor nos salva y por él, con él y en él sobrevimos. Somos, sí, los supervivientes del desamor, de manera que los seres humanos sólo adquieren su verdadero sentido y dimensión cósmica cuando andan en amor. Nuestra capacidad de amor no es medible ni cuantificable, pero somos conscientes que, por circunstancias y convenciones morales o sociales, sólo hacemos efectiva esa ilimitada capacidad de amor en muy pequeña medida. Ah, si los seres humanos pusiésemos en circulación toda la capacidad de amar que nos fue conferida: el mundo sería muy de otra manera y nosotros las criaturas más afortunadas de la creación. No existe nada que haga más digno al hombre que cuando ama y es amado, nada que lo haga más alto e inalcanzable entre todas las criaturas. Porque sólo quien ama, vuela y el hombre es un dios cuando ama y se siente querido. El amor humano no es sino un anhelo del celestial y divino. Una aspiración a ser, aunque siempre nos quedemos a medio camino y al final no lleguemos a alcanzar lo que tanto ansiamos.


                                                                             José Antonio Sáez Fernández.