jueves, 25 de septiembre de 2014

EL ORO DE LOS BOSQUES.




   Llega el otoño. Entra en mi alma como la saeta disparada por el cazador certero que atraviesa el centro de la diana. Es la estación amada, el roce de un ala que nos abanica dulcemente el rostro, es la delicadeza, la mano que suavemente se aquilata en la caricia, la dulzura del gesto, los violines, las últimas palabras del adiós, la despedida, el olor de la lluvia o el de los largos cabellos que peinas, perfumados.
   Van pasando los trenes de los ausentes y queda el andén vacío. Se nos van para siempre en los raíles que se alargan indefinidamente y se eternizan. Se nos pierden los trenes a lo lejos y perdemos los trenes que se dirigen hacia ninguna parte, en busca de El Dorado. Y el corazón queda vencido, escorado como un buque tras sus muchos naufragios en este mar proceloso que es la vida. Sólo los sueños perduran tras de tanta derrota. Eres el infante difunto que ha de faltar al fúnebre cortejo del final de sus días.
   Ve ahí al caballero que persiste en socorrer a los débiles, tocado de vacía y lanza en ristre, dispuesto a embestir a malandrines, gente soberbia y descomunal que puebla de desamor el mundo y roba la sonrisa inocente a los ingenuos, dispara sobre el ganso del estanque dormido que ve ponerse al sol entre los carrizales. Ve tú con mis ojos, gacela de herbazal que contemplaste la belleza del mundo y llevas en tu alma una herida indeleble, como la luz que cae en orfandad sobre mis manos esta tarde y se disuelve en una gama de tan vivos colores, así como en el alto cielo luce esplendoroso el arco iris tras la tormenta de tus líquidas lágrimas permeables.
   Bendíceme ahora, oh más alta que los cedros del Líbano y más poblada que los bosques del norte. Ven a mí y a mi corazón ausente, pues mi tiempo no es éste ni son estos los mares en que navega mi alma expuesta a tu bonanza. Si me envuelves en ti y en tu halo de oro, oh estación del sueño de los ángeles, sería sólo tuyo, y de tu exclusiva pertenencia; pues te la llevaste, celosa, en esta hora en que la luz se hace tan frágil que casi acierto a romper su aliento aparente. Ve que me dejo hacer. Entra en mí con las hojas caídas de los árboles, pues me dispongo a alfombrar la tierra y ser mantillo.


                                                                                            José Antonio Sáez Fernández.




sábado, 20 de septiembre de 2014

LAS NUBES DE SEPTIEMBRE.




   Septiembre es la agonía de un reino y de un reinado efímero, cuyo esplendor declina en el fulgor del orto. Es el agua derramada y vertida inútilmente como polvo sobre la tierra seca. Es la afonía y la mirada perdida de los cabizbajos. Septiembre es la nube que pasa y no deja lluvia, el paréntesis abierto, el globo inflado que se pierde en el aire. Septiembre es la antesala de todo que no anuncia nada, es la promesa incumplida y las palabras vacías que el viento se lleva, un robinsón extraviado en la isla deshabitada.
   Di que sí mientras septiembre pasea por tus ojos y se aleja de ti con desenfado, como quien te ignora, como quien desconfía, como quien se dispone a apagar la débil llama de un candil o una lámpara. Dime que sí y salgamos al mundo para gritar que todo aquí se acaba y que los días acortan su prestancia para prolongar el señorío de la noche, dama de sombras, sueño vibrante de la oscuridad. Que alguien lo diga. Que alguien se atreva a decirlo o que todos guardemos silencio para siempre.
   Septiembre es la conciencia de nuestra derrota, de nuestra infatigable e inútil lucha, de nuestro desvarío, náufragos que se defienden de las olas dando grandes brazadas por mantenerse a flote. Y es también la tumba del arcoiris, la ígnea señal de los marcados en el umbral de su frente con la sangre del cordero. Un regreso, una vuelta al círculo cerrado y a la conciencia de que no somos héroes sino soldados vencidos de una especie abocada al naufragio.
   Septiembre es el desencanto de los agraciados por causa de la fortuna, que apaga la sonrisa en los labios de quienes siguen al camino del eterno retorno y dibuja una mueca de hastío en los páramos sedientos de las cosechas malogradas. El sol del membrillo, áspero al paladar. El devenir. Otro peldaño. 

                                                                      José Antonio Sáez Fernández.

viernes, 12 de septiembre de 2014

LA INDEPENDENCIA DE CRITERIO.




   Vivimos en una sociedad donde la independencia de criterio se suele pagar bastante caro; a menudo con la marginación y el ostracismo, cuando no con la desconfianza, el recelo, la revancha o la venganza. Ejercer la libertad individual y la capacidad crítica, así como unos principios éticos inculcados desde la infancia y asumidos o fortalecidos con la madurez y el paso de los años es cuestión de alarma para quien ejerce transitoriamente el poder y no lo concibe realmente como un servicio a la comunidad a la que dice servir. Algún poder de seducción y embrujo debe tener el ejercicio de un cargo cuando quien lo ejerce se olvida de que fue ubicado allí de forma transitoria y de que si allí está es porque se le encomendó realizar una gestión, no en nombre propio, sino en el de quienes representa y favorecieron su acceso. Ejercer poder no significa someter, doblegar u oprimir sino servir con capacidad, humildad y acierto a quienes han confiado en ti una gestión para mejorar sus condiciones de vida o de trabajo.
   Para quien ejerce la independencia de criterio y no se conduce por la vida sin otra guía que sus principios éticos no fácilmente sobornables, muchas son las puertas y ventanas que se le cierran al paso y no pocos los sinsabores que se procura con su manera de proceder o de manifestar. Expresiones como: "Pobre, es un hombre de principios" o "No llegarás muy lejos" suelen escucharse con cierta frecuencia. Y es que este ser "incómodo" para quienes ejercen cualquier tipo de poder y que no aciertan a ubicarlo, a someterlo o encajonarlo de una forma concreta o estereotipada, suele ser visto como una cierta amenaza. Pareciera que se ejecutan instantáneamente todas las alertas de peligro cuando se detecta su presencia y, en ocasiones, hasta suele poner nerviosos a quienes de una forma u otra ostentan el poder de manera más o menos legítima. Pero es que la independencia de criterio conlleva la libertad del individuo y a no responder sino ante la propia conciencia.
   La postura más común ante estas personas que se conducen por la vida con independencia de criterio es la de la ignorancia, la descalificación o el menosprecio por parte de quienes las miran con recelo, si no la de ironizar con respecto a sus juicios y su proceder. Se llega incluso a poner en duda su estado mental por parte de quienes se sienten afectados por este tipo de gentes y creen saberse libres de ellos cuando difaman o arrastran su buen nombre por el lodazal del descrédito. Se trataría, no de contrarrestar una virtual amenaza, sino de anularla con métodos aparentemente civilizados y hasta justificados.
   En nuestros días, las personas que van por la vida con independencia de criterio se saben abocadas a la marginación y al ostracismo, a la ignorancia y al descrédito, a la zancadilla o a la sutil venganza por parte de los arribistas, los que medran y quienes ejercen el poder. Por eso, no resulta raro comprobar cómo muchas de ellas eligen voluntariamente el camino que conduce al libre apartamiento y a la consideración de "raros" por parte de quienes así los etiquetan o califican. Y lo que es peor: para muchos son los fracasados, los vencidos, los derrotados, los que no supieron aprovechar las oportunidades que les salieron al paso. Felices los que no agrandaron sus tragaderas hasta comulgar con ruedas de molino. Puede que sólo quienes se sometan al arbitrio o a las decisiones de otros, ya les parezcan justas o injustas, alcancen finalmente el éxito. Y sin embargo: ¡qué ejemplo de dignidad el de estos "raros"!


                                                                          José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 6 de septiembre de 2014

EL SEPULTURERO DE LOS JAZMINES.




   Con qué amor, con qué delicadeza, con qué cuidado recogía las flores del jazminero caídas a tierra cada mañana. Una a una, con primorosa diligencia, se agachaba ante ellas con respeto, casi como en una reverencia, con la veneración de quien se rinde ante un perfume tan grato a dioses como a mortales. Los pequeños jazmines, como pájaros diminutos, venían a morir sobre el césped o parecían agonizantes de tan lívidos. Fueran quizá blancas mariposas que amarilleaban bajo el sol del final del verano o fueran vilanos atrapados a merced del viento que los arremolinaba, materia ya inservible. 
   Con la parsimonia del ermitaño que no conoce la prisa, los acumulaba en la palma de su mano y, después de acercarlos a su nariz para que la pituitaria percibiera el último aroma que aún los engalanaba, se los llevaba al oído y parecía como si pudiera escuchar su latido intermitente; el latido de un corazón tan débil que era apenas perceptible para oídos hechos al silencio y capaces de captar el más oculto son. Vedle ahí doblar la cintura y agacharse haciendo de sus dedos una pinza para atraparlos y colocarlos cuidadosamente sobre la palma de su mano, acunándolos como a niños moribundos, soplando sobre ellos para infundirles vida y sintiendo su corazón ajado como barco a la deriva en el naufragio de vivir. Era el loco, el sepulturero de los jazmines, el hazmerreír de las gentes burlonas y despiadadas que se había dejado crecer los cabellos ya nevados y la barba tupida en donde, en ocasiones, simulaba plantar las diminutas flores del jazminero a su discreto juicio, esparcirlas al libre albedrío de su inspiración. El que se compadecía viéndolas agonizar indefensas, desvalidas y desamparadas; ignoradas por la insensibilidad de las gentes que las aplastaban al pasar como cascos de caballos en enloquecida carrera.
   Una vez había ido limpiando los bajos y alrededores del florido arbusto, cavaba con dolor un pequeño agujero a no mucha distancia de él y vaciaba el cuenco de su mano dejando caer con lentitud tan leve carga para, poco después, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, ir vertiendo sobre los molinillos de las flores efímeras la tierra que las habría de cubrir para siempre. Daba forma al cúmulo que sobre la tumba se había originado y colocaba en él una recortada madera en la que, con su desgastada navaja, había gravado, previamente, la fecha en que había procedido a dar sepultura a los últimos jazmines del verano. Al elevarse desde el suelo, sus ojos enrojecidos lo delataban y algunos gamberros ocultos le lanzaban piedras entre risas sofocadas por el anonimato más cruel.


                                                                    José Antonio Sáez Fernández.