domingo, 18 de marzo de 2018

MEMORIAS DE INFANCIA (IV): PASCUALA. DOÑA CARMEN.






   En los días de mi infancia, los niños hacíamos la vida en la calle, en los bancales y en los cerros. En las largas tardes de verano, una vez el sol se ponía, las mujeres sacaban sus sillones o sillas a la puerta de la casa para tomar el fresco. Pascuala, la del Medina, era una señora gruesa que bregaba con una numerosa familia, que decían era oriunda de la provincia de Murcia, a la cual conocí bisabuelos (el tío Paco y la tía Pepa), abuelos (el Medina, acomodador en el cine del pueblo, y Pascuala), hijos y nietos. Los chiquillos del barrio cantábamos una canción que decía: "El coche del tío Paco/ nos lleva locos,/ nos lleva locos,/ porque a todos nos gusta/ subir un poco,/ subir un poco". El tío Paco se cayó un día en la esquina de la casa del maestro don José Cruz, cerca de la fragua que tanto nos embelesaba a los niños contemplando cómo el herrero avivaba el fuego, hendía el hierro en las ascuas para ponerlo al rojo vivo y luego lo templaba y le daba forma con el martillo en el yunque con vibrante sonoridad; así como la noble tarea de herrar a las cabalgaduras. La tía Pepa pasaba el día en la casa y no recuerdo que saliera a la calle. Los niños del barrio acudíamos a aquella casa en busca de Paco, Pepe y Pedro, que eran sus biznietos de nuestra edad. Era gente acogedora, buena gente, gente sencilla, con buen sentido del humor. Como su marido, el Medina, era el acomodador del cine Cervantes, ella entraba gratis y en algunas ocasiones nos colaba a los chiquillos tapándonos la cara con su abrigo y a la voz de: "Vamos, Paco", o cualquier otro nombre de sus nietos, mientras el portero, a quien apodaban "el Cañón", hacía la vista gorda. Otras veces, uno o varios de los niños entraban al cine y se escondían tras las cortinas de las puertas de salida, pero cuando todo yacía en la oscuridad y la película comenzaba, abría la puerta lateral de salida para que entrasen los niños que aguardaban en la calle. Eran años de escasez y los chiquillos se las ingeniaban con picaresca para buscar distracción en los días de fiesta. A la puerta del cine, Antonia, la del Barrio Alto, exponía su cesta de cucuruchos de pipas preparadas por ella misma y tostadas en el horno de la panadería de Adolfina. También Alfonsico y su hermana se ganaban la vida vendiendo chucherías a la puerta del cine y la chiquillería los provocaba para hurtarles algo en un descuido o reírse a su costa. A la parte de arriba del cine se accedía por una escalera lateral y, si veíamos la película desde lo que llamábamos "el gallinero", podíamos ahorrar unas pesetas para comprar algunas chucherías. Pero la película se veía mejor desde la planta baja y los asientos eran más cómodos.
   Pascuala era gruesa y andaba con cierta dificultad, renqueante y resoplando a veces, pero ejercía bastante fascinación sobre los niños con su arte para contar historias. En las tardes de verano, a la caída del sol, el grupo de chiquillos se sentaba a su alrededor sobre la acera y ella nos contaba historias como la del perro de las cadenas, en la casa encantada y abandonada, o la de los tesoros escondidos en el Cerro Castillo de la localidad, los cuales no eran sino orzas de excrementos, enterradas por otras gentes para burlarse a costa de los ingenuos. Su poder de sugestión resultaba proverbial contando aquellas historias, pues los chiquillos permanecíamos atentos y absortos ante sus palabras, expresiones y gestos. Luego intentábamos poner en práctica y hacer realidad las historias que nos contaba.
   En la acera de enfrente a la de su casa vivía doña Carmen, que era una mujer afable y laboriosa, esposa del maestro don Juan Antonio Redondo, quien era viuda. Tenía un perro de estatura considerable, de aspecto fiero y pelaje blanco con lunares negros, el cual imponía mucho a los niños y al que llamaban "Hitler". Normalmente el perro dormitaba en la parte de atrás de la casa o bajo los árboles, en un pequeño descampado contiguo, pero no había quien se acercase a su casa por temor al mastín. Cuando su hijo Juan Antonio, estudiante de Medicina en Granada, regresaba al pueblo, le avisábamos para utilizar a "Hitler" en las guerras de los chiquillos de La Cañada contra los del Barrio Alto: los cañaeros contra los barrialteros. El perro corría tras ellos y les imponía de verdad, como el Cid Campeador, aún muerto y sobre su cabalgadura, imponía a los musulmanes en la Reconquista. Los últimos meses de "Hitler" fueron muy penosos, pues lo vimos enfermar y pasaba los días acostado bajo su árbol preferido, lamiéndose las heridas.


                                               José Antonio Sáez Fernández.


viernes, 2 de marzo de 2018

MEMORIAS DE INFANCIA (III): MARÍA DE LOS BARQUILLOS.









  Se llamaba, en verdad María Mata Avellaneda, y vivía en el número 4 de la calle Escuadra. Su casa estaba lindando con la de la abuela. Una pared encalada separaba ambos patios, mucho más modesto el de su casa que el de la abuela. Lo que conocí de su vivienda era un mediano atrio empedrado que daba a una aún más amplia cocina, a cuya izquierda estaba el dormitorio, que hacía también de sala de estar. Entrando en la habitación, también a mano izquierda, un humilde camastro de colchón de lana, siempre adecentado, cuyo somier se apoyaba sobre cuatro sillas de madera enrejada. A su lado, una mesilla de noche donde guardaba, entre otros enseres, las revistas de “El mensajero del padre Damián”, el apóstol de los leprosos de la isla de Molokai, de quien era ferviente devota y cuyas ilustraciones me mostraba reverente. En la pared que daba a la calle, había un ventanuco de madera, el mismo que cerraba, ya oscurecido, con un ancho madero, grueso, alargado y cilíndrico al que llamaba “el tranco”, cuyos extremos encajaban en dos agujeros incrustados a los dos lados de la ventana, por lo que la operación se denominaba “echar el tranco”. Junto a la ventana, una sencilla mesa de camilla con brasero de ascuas de carbón. En las tardes y noches de invierno la vida circundaba en torno a la mesa de camilla y el brasero, de tal modo que cuando se apagaba el brasero había que irse a la cama. Carecía de armario, por lo que guardaba sus modestas ropas en una maleta que ocultaban los faldones del camastro. No cabía más austeridad en esta sala de estar y dormitorio, como no cabía tampoco en su cocina. Apenas le recuerdo otros muebles que no fueran algunas sillas de anea, una modesta cantarera y un hornillo de gas. Ningún electrodoméstico. Nada superfluo. A mano derecha de la cocina había otra puerta que raramente traspasaba y que daba a un oscuro habitáculo, el cual pudo estar dispuesto en otro tiempo para las caballerías. No recuerdo que estuviera enlosado, ni siquiera empedrado: suelo, pues, de tierra. Disponía de un ventanuco por el que apenas se dejaba filtrar la luz. Nunca subí a la parte de las cámaras ni creo que ella subiera, al menos yo nunca la vi. Ni siquiera la casa era de su propiedad, pues se la habían dejado en usufructo mientras viviera.
   María iba siempre enlutada, con oscuros y amplios ropajes a la usanza de las mujeres de pueblo en aquel entonces, zapatillas negras de paño, que más bien arrastraba al andar, como la abuela. Llevaba gafas y se peinaba primorosamente. Se lavaba en una zafa y las aguas iban al patio o sobre el empedrado. Yo la recuerdo despanochando mazorcas de maíz, sentada al pasar el atrio de su casa, con el montón de mazorcas y las perfollas u hojas de las mismas, una vez limpias. Y la recuerdo, sobre todo, fabricando sus aromáticos barquillos, que eran la delicia de los niños de la escuela de Flora y sus alrededores. Nadie como ella conocía los secretos de su fórmula. La miraba absorto haciendo la masa y cómo la iba extendiendo poco a poco sobre la plancha de dobla hoja, en la que se doraban los barquillos y a los que ella les iba dando forma alargada, cilíndrica y hueca o también cónica. Olía a gloria toda la casa y hasta toda la calle el día que los fabricaba. Era casi su única forma de obtener algunos ingresos aunque, en aquellos años, los niños disponían de muy escasos recursos, hasta el punto de que no era fácil poder venderlos todos. En aquel tiempo, un barquillo era una delicia para cualquier chiquillo, aunque no todos podían comprarlo. Eran días difíciles, de austeridad, pero la nobleza y la generosidad de las gentes superaba con creces a lo que solemos ver en nuestros días. 
   María colocaba los barquillos en una cesta de mimbre, sobre una blanquísima tela con bordados en los extremos. Algunos años, en las fiestas de san Antonio, salía con su cesta a la calle o la exponía en el atrio de su casa. Era como el ángel de los niños, de una bondad proverbial. No he conocido a otro ser humano con semejante bondad y ternura. Tuve la suerte de tratarla y conocerla en mis días de infancia y primera adolescencia. Siempre me dispensó un afecto mayor que a un hijo, si hubiera podido tenerlo, pues no lo tuvo. Le conocí a una hermana, Amalia, que recuerdo muy remotamente siempre sentada en su butaca. Ya en sus últimos años, vino a dar en su casa su hermano Tomás, oriundo al parecer de tierras murcianas, quien en verdad vino buscando cobijo para morir a poco. En su humildísima casa lo acogió María, el ángel de la calle Escuadra, el hada madrina del paladar de los niños. Nunca me cobró el barquillo el día que iba a visitarla y la encontraba en su dulce, crujiente y aromática tarea. Por su casa veía desfilar a muchos gatos, a los que ella trataba con afecto y alimentaba, y a los que conocía uno por uno. Los gatos eran su familia y su compañía. Recuerdo que por las mañanas calentaba un poco de agua en el hornillo de gas y la vertía en un vaso con una cucharadita de leche condensada y algo de café. Ese era su desayuno. Era muy pobre y humilde, pero tan generosa siempre conmigo que no sabía qué regalarme y, como no tenía casi nada que darme, me lo decía. Una vez me regaló unos pañuelos y otra un escapulario que significaba mucho para ella. Nunca tuvo ante mí una mala cara ni la oí quejarse de nada. Todo lo contrario, era animosa y muy activa.

   Cuando inicié el bachillerato, a los once años, salí de Albox a Cuevas del Almanzora y a Almería. Nuestros contactos se volvieron más esporádicos, pero siempre en vacaciones iba con frecuencia a verla. En una de esas ocasiones encontré su casa cerrada. Me dijeron que María se había caído y se había roto la cadera. Era ya una anciana. Cuando regresó yo tenía dieciséis años y ella residía temporalmente en casa de Flora, la maestra, su vecina de enfrente, donde dormía. Creo que aquella fue la última vez que la vi. Andaba con cierta dificultad. Me llamó aparte y me susurró al oído muy buenos consejos para la vida. Me enteré entonces de que, en los días de su caída, alguien le había sustraído los escasos ahorros de que disponía en su casa. Si no estoy equivocado, María Mata Avellaneda, murió en el asilo de las Hermanitas de los Pobres de Vera (Almería), aunque sus restos descansan en el cementerio de san José de Albox. Quise mucho a aquella anciana que, andando el tiempo y con más lecturas, me pareció aún más bondadosa que el personaje de la criada Benina, protagonista de Misericordia, obra de Benito Pérez Galdós. A María dediqué mi libro Gozos de Nuestra Señora del Saliente (2010) con estas palabras: “Esta obra fue escrita, así mismo, para enaltecer la memoria de los humildes y, junto a ellos, el nombre de María Mata Avellaneda, alma aún más pura que la Benina de la “Misericordia” de Galdós; la que con su cestilla de barquillos aromáticos daba olor y sabor a los sueños alados de mi infancia. Jamás he vuelto a conocer a otro ser humano con una bondad semejante a la de esta mujer. Debe andar ahora entre los bienaventurados, rodeada de los ángeles que ungieron su soledad y vivieron con ella en la calle Escuadra, junto al Caño de san Felipe, en Albox (…) Su espíritu ascendió a los cielos un 23 de abril del año 1982. Debe de estar sentada ahora a la derecha del Padre, entre las filas de sus elegidos”. Quede esto aquí escrito para honra, testimonio y memoria de esta mujer, que tanto sirvió a los demás y cuyo nombre figura impreso, con letras de fuego, en la orfandad de mi corazón.


                                                              José Antonio Sáez Fernández.