Nos hemos vuelto de espaldas los unos a los otros para ignorarnos y fingir que no estamos obligados a convivir. Caminamos en sentido contrario. Nos hemos dado la vuelta, de manera que podemos oírnos, pero no mirarnos a los ojos ni tampoco a la cara. Hemos trazado una línea divisoria que separa mis límites de los tuyos y hemos alzado un muro infranqueable por ambos lados. Los que tú me has puesto y los que yo te he puesto. No te atrevas a traspasarlos. No lo harás sin poner en riesgo tu integridad física. Ni te reconozco ni me reconoces. Ni me fío de ti ni confías en mí. Y mira que nos parecemos. ¿Cómo hemos podido llegar a esto, si estamos cortados de la misma tela, si tú me complementas y yo te complemento, si nos necesitamos para sobrevivir en esta jungla espesa que nos asfixia? Acaso sea el orgullo, todo aquello que nos ensoberbece, la quiebra de la lealtad, la ambición de lo que posee el otro, el acaparamiento o la falta de generosidad… O acaso que algo se ha infiltrado en nuestra mente y está pudriendo nuestro corazón, torciendo nuestra capacidad de raciocinio, doblegando el pulso a la bondad, el bien y la belleza.
No podemos sobrevivir solos, de espaldas a los demás. Nuestra supervivencia ha de ser necesariamente solidaria. ¿Quién nos dirige a todos, también a ti y a mí, hacia dónde nos llevan quienes nos guían en nuestra ceguera hacia el abismo? Aquí no hay un sálvese quien pueda, sino ahí va mi brazo, hermano, agárrate a él. No te abandonaré a la furia de las aguas ni permitiré que la corriente arrastre tu cuerpo al mar. Siente la fuerza de mis piernas: son como troncos de árboles con raíces profundas o como las columnas que sostenían el templo de Salomón. Tú y yo somos seres sagrados.