Abrieron
la Caja de Pandora, donde estaban encerrados todos los diablos, y de ella salieron
apresurados, expandiéndose por el mundo, viniendo a gobernarlo, los ángeles
caídos. El caos se cernió sobre la tierra y las gentes vagaban perdidas de un
lugar a otro, arrastrando las escasas pertenencias que poseían. Era la caravana
interminable de los desposeídos del reino, enviados al exilio, los sin patria
en disciplinada formación o en hileras de hormigas, como en las desbandadas o
en las históricas expulsiones étnicas realizadas por los monarcas de tiránicos
estados. Debió de ser el año de la hégira cuando la humanidad se echó a los
caminos en busca de las orillas de un mar donde embarcarse hacia ninguna parte.
Se decía que el Juicio Final estaba cerca y, por consiguiente, el final de los
tiempos, donde el Salvador vendría a juzgar a vivos y a muertos. Todo el orbe
terráqueo se estremecía bajo el fragor de las bombas, y los aviones de combate
surcaban el cielo con un ruido aterrador, mientras los edificios de las
ciudades se desplomaban como castillos de arena bajo el acoso de las olas.
Ancianos de andar pausado y melancólico, mujeres con niños en los brazos que
lloraban hambrientos, varones que cargaban sobre sus hombros enormes fardos de
miseria, carros y cabalgaduras que penosamente se alineaban en aquel
interminable éxodo de los inocentes.
Como
el ratón en la ratonera o el ave en su jaula, como el perseguido y el
acorralado, como al que nada queda y siente su vida amenazada, marchaba la
caravana de los vencidos por la carretera que se prolongaba paralelamente a la
orilla del mar. Debía de ser el Día de la Ira o la llegada del Apocalipsis en que los cinco jinetes expandirían su maldición por la superficie de la tierra.
¿Hacia dónde se dirigían aquellas gentes de largas túnicas, los ancianos con báculos en sus
rugosas manos encallecidas y de crispados dedos artríticos, sin apenas fuerza
para sostenerse en pie, las mujeres con las ubres exprimidas, sin un sorbo de
leche para sus hijos paridos con dolor y los hombres con el pecho despejado y
dispuesto para recibir la metralla?
Lejos
quedaba la Tierra Prometida anunciada por los profetas a los padres de sus padres y, más
lejos aún, el becerro de oro al que adoraron, el temor del dios de que adjuraron.
Se había completado el círculo, se acababa la historia como se cierran las
tapas de un empolvado y voluminoso libro. Lo que pasó desde entonces no he contarlo yo, que solo
doy testimonio del final del género humano en los días de hierro que asolaron la
tierra. Lo que aconteció después, si lo hubo, has de contarlo tú, pues yo lo
desconozco.
José Antonio Sáez Fernández.
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