Necesitaron escaleras para subir a la Cruz e iniciar el descendimiento. José de Arimatea y Nicodemo, dos hombres piadosos y compasivos, desprendieron los clavos de sus manos, mientras a sus pies lloraban desconsoladas las Santas Mujeres: su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás y María Magdalena. No lejos de allí, el Discípulo Amado, Juan: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre”.
La
Cruz es el símbolo por antonomasia que ha identificado a los seguidores de
Jesucristo a lo largo de los siglos, como en menor medida puedan haberlo sido
los panes y los peces. Mas, resulta un signo trascendente mediante el cual se
nos muestra lo que ha de ser la travesía de los seres humanos por este mundo y
que comprende sacrificio, dolor, resistencia, esfuerzo, incomprensión, ignorancia
de los otros… pero también representa el supremo acto de amor: “Nadie tiene
mayor amor que quien da la vida por sus amigos”; y también de solidaridad, de
compasión, de perdón: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. La Cruz
nos enseña que, si el grano trigo o de mostaza no cae a tierra y se pudre, no
puede dar el ciento por uno o convertirse en un gran árbol cuyas ramas vengan a
dar sombra en el bochorno y la fatiga a los caminantes, hallen refugio los
pájaros y construyan sus nidos al albur de los días de primavera en que se
abren a la luz del sol, resucitando a la vida toda. La Cruz no tiene sentido,
sino porque tras ella ha de venir la resurrección y la vida, como dijo el
Maestro. He aquí, pues, la suprema paradoja: ésa de que hayan de ser necesarios
el propio sacrificio y la propia inmolación para alcanzar el Bien Máximo.
Yo miro a la Cruz y veo el rostro inclinado del Cristo con los brazos abiertos y los pies cruzados, sangrantes por las heridas de los clavos, y tras él veo los rostros del africano que cruza el Estrecho de Gibraltar o el océano Atlántico, arriesgando su vida o perdiéndola definitivamente en la sepultura de las frías aguas insondables. Y veo a los “espaldas mojadas” de distintos países latinoamericanos que cruzan el río Bravo, frontera de Méjico con los Estados Unidos, para ser deportados después de su captura. Veo al niño sin pies en la franja de Gaza, a la niña sin brazos, al pequeño hambriento de vientre hinchado de cualquier país de África, al país invadido y borrado del mapa, a los garimpeiros o buscadores de oro en la Amazonía, que trabajan en condiciones de semi esclavitud, a los que buscan afanosamente los diamantes de la codicia en las minas del Congo por salarios de miseria, a los enfermos incurables, a los presos, a las mujeres maltratadas, a los ancianos en soledad y abandono, a los discapacitados y a las madres que parieron con dolor el fruto de su vientre y lo contemplan con lágrimas en los ojos, al joven soldado que da la vida por defender a su patria en una guerra que no entiende y así en la larga letanía de los exiliados, de los desterrados, de los desposeídos de un reino que bien pudiera ser de este mundo, de los maltratados por la fortuna, la insolidaridad y la injusticia en demasiados lugares del planeta. Toda esta caravana del dolor está colgada de la Cruz del Cristo yacente y ella nos marca el camino a los demás. Yo no veo al alzado en la Cruz como a un Cristo triunfante, que es el resucitado, sí como a un Cristo íntimo y revelador e, igualmente, como al credo más firme y la promesa más sólida de esperanza para los que son ungidos en el bautismo con el óleo sagrado que, con los dedos, marca el signo de la Cruz sobre la frente y en el pecho.
La cruz, nuestra cruz, la cruz de todos, ha de llevarse personalmente de forma inevitable; pero he aquí que una cruz también requiere la solidaridad de un cirineo que ayude a llevarla cuando su peso es atroz. El mismo Cristo lo necesitó, como recibió igualmente el consuelo del ángel que lo reconfortó en su oración del Huerto. Así nosotros recibimos fortaleza, consuelo y esperanza para llevar la nuestra, auxiliados por una fuerza interior inexplicable o por nuestros semejantes, ya sean profesionales o no, que están llamados a socorrernos en esa Vía Dolorosa por donde ha de transcurrir nuestro Camino del Calvario. Feliz quien ayuda a otro a llevar su cruz.
José Antonio Sáez Fernández.
Muy bonito.
ResponderEliminarMuchas gracias. Saludos cordiales.
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