Heme aquí, a pecho abierto, manando tal si fuente, como el pelícano en épocas de extenuante sequía, para dar de beber a sus polluelos. Heme aquí, desvencijado, dispuesto a abandonarme a la corriente del río que nos lleva. El que extiende sus brazos al borde del abismo y se asoma a él para sentir el vértigo, mientras recibe en el rostro el aire que lo alerta. Ese hondero del alba que lanza la piedra al eco y el eco le devuelve la hendidura de la piedra contra las nubes que pasan. Aquel, miradlo, que se empina la botella y quiere beberse la vida en solo un trago o el niño de la calle que necesita esnifar pegamento en la bolsa inflada que le ofrecen los que con él no existen ni cuentan para nada, expuestos a la redada policial que los hace desaparecer de un día para otro.
Los que buscan en los vertederos de basura algo que llevarse a la boca: tal los restos de frutas podridas que, veo, se reparten entre varios. Los que remueven la basura y buscan en ella algo que puedan vender por unos míseros centavos con que puedan comer algo sus hermanos. Quienes duermen al raso de la noche su bendita inocencia asistidos por los ángeles que velan el sueño de los niños, todos apiñados para darse calor unos a otros o contagiarse la miseria que los abruma.
Heme
aquí, el desarmado, el desnortado, el silenciado, el apagado, el desprovisto y el
sin rumbo. Todos van conmigo y no son sino uno solo que baila sobre la cuerda
floja: el funambulista y el trapecista. El equilibrista y el que hace juegos
malabares para sobrevivir en un mundo ajeno a la ilusión y al encantamiento, a
la sorpresa y al asombro, al misterio, a lo recóndito y a lo secreto. ¡Con qué
gracia y determinación aprende cada día las cosas más inútiles, movido por la
curiosidad, este ser casi ínfimo que remueve la casa entera, se adentra en los
cajones y desparrama por el suelo lo que alguien había ordenado con tanto
empeño! Es el torpe, el estúpido, el simplón, el embobado al que le cae un hilo
de baba por la boca abierta hasta el mentón. Ese que ascendió al cielo el día
en que le abrieron los ojos y le hicieron despertar a lo que ellos entendían
por realidad. Fue entonces cuando comenzaron sus días de gloria.
José Antonio Sáez Fernández.
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