Por mucho que la niegues, no podrás escapar de ella. Por mucho que tu razón se obstine en rechazarla, no lo conseguirás. Tú que pretendes ir más allá de las entrañas y el vómito humano, no lo lograrás, porque te obcecas e insistes en ir al centro de la condición humana y si desciendes hasta el foso de tu infierno te encontrarás con ella. Es la trascendencia, el sentido último de nuestra existencia, la última puerta que se abre ante los hijos del barro, emparentados con las otras fieras con las que compartimos tiempo y espacio.
Esa dimensión espiritual está ahí, aunque no la tocas ni te dejas caer en ella, te topas contra su realidad invisible y caes de bruces desde el caballo cegado por su incuestionable presencia. No importa que la niegues tres veces o treinta y tres veces: serás vencido por su contundencia y tu intuición, tu sexto sentido te avisará cuando se presente ante ti, buceador en la conciencia, topillo ciego de galerías insondables, lombriz crepuscular de la tierra mojada, termita husmeadora que rumias la esencia de los maderos de tu propia cruz.
Caerás de
bruces contra su evidencia, tú el orgulloso, el soberbio, el que no sabe ni ha
aprendido nada, el que se obstina y obceca en lo innegable, el que no ha
aprendido hablar la lengua de su estirpe ni la entiende, el que no sabe hablar
ni se hace inteligible para sus estupefactos y atónitos semejantes. La más
pobre y desvalida de todas las criaturas que se mueven bajo el sol y bebe de
las aguas de los ríos sorbiéndola de las cuencas de sus manos, el que come de
los frutos de la tierra y, en la noche, cae rendido por el sueño, vencido por
el cansancio. El que ama sin atrapar el alma del otro o de la otra y siendo
uno, es un extraño para sí y sus semejantes. El transeúnte, el que va de paso,
la especie nómada e itinerante.
José Antonio Sáez
Fernández.
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