jueves, 28 de mayo de 2015

EL YERMO DE LAS ALMAS.


(Fotografía de Rafael Sanz Lobato)


   He aquí que no me tengo. Ve que soy el desposeído de mí mismo. Mira que no hay nada en mis manos y que voy por las calles como el que anda perdido. Deambulo sin saber qué pretendo, dando bandazos de acá para allá, y me ignoran cuantos conmigo se cruzan por las aceras. Parece que sólo produjera repulsa, desconfianza o recelo allá por donde voy, tal es mi aspecto y la desolación que me aflige. Yo pudiera decir que soy el más desesperado de los hombres, pero mentiría; y podría preguntarme qué hago aquí, pero no encontraría respuesta; o acaso podría preguntaros a vosotros que quién soy yo, y no conseguiría sino que me miraseis con extrañeza y pensando que he perdido el juicio. Todo ello está en mi condición y lo asumo con modestia. Me lanzaría ahora mismo a la calle, como el filósofo,  para buscar entre los transeúntes a un hombre; e iría a pleno día con el candil encendido provocando la curiosidad entre las gentes que acuden al mercado. Y no sé si daría con alguien semejante entre tantas almas a la deriva que vociferan su mercancía o entre quienes urgen a los vendedores de fruta para que satisfagan sus demandas.
   Yo quisiera caminar recto y erguido como enhiesto roble, poderoso como la ñudosa carrasca; pero me pesa demasiado la congoja y me obliga a que curve la espalda. Es cierto que cada vez veo menos y se me hace necesario andar mirando al suelo, evitando socabones en la calzada o los excrementos de los perros. Creedme si os digo, que vaya si me gustaría a mí quedarme mirando a las muchachas que pasan alegres con sus risas y su dulce habla melodiosa; aunque sepa que yo no existo para nadie, que soy pura llaga, una dolorosa herida abierta en carne viva. Vaya si me gustaría a mí quedarme ensimismado, intercambiando a hurtadillas miradas con los niños que van de la mano de sus madres; aun a riesgo de que ellos me negasen su sonrisa. Pero no me sostengo y palpable es mi declive.
   Ved que soy el caído, que las gentes pasan por mi lado y nadie se detiene a preguntarme: ¿Qué le pasa, buen hombre? ¿Qué tiene? ¿Está mareado? ¿No ha comido acaso? Nadie sabe que es la pena lo que me arroja al polvo, el peso de la pena, esa pesada carga invisible a los ojos que sólo ven en lo externo, los que nadan en la periferia. Un peso que me produce el yermo de las almas y el desierto que crece en los corazones de los hombres, las tormentas de arena que ciegan las pupilas, la gran sequía que agosta la cosecha del conocimiento.


                                                                          José Antonio Sáez Fernández.



1 comentario: