viernes, 22 de mayo de 2015

ISLA DEL CONFÍN DEL MUNDO.





   Aquel joven locuaz emprendió una larga travesía en un carguero que había de abandonarlo en una isla deshabitada, a donde fue desterrado y, a la sazón, confinado. Hasta allí se acercó el barco que cumplía órdenes y allí abandonó a su suerte a ese joven que, a no tardar mucho, pensaron que moriría. Vendrían entonces las gaviotas a picotear su carne en descomposición y nada quedaría de él, sino un esqueleto en recuerdo de cuanto sostuvo su cuerpo en plenitud. La juventud suele ser rebelde, y su rebeldía había procurado al muchacho el destierro por parte del tirano que regía los destinos de su añorada patria. Solo, bajo el sol ardiente y ante un mar infinito de aguas azul turquesa, el joven Ícaro se preguntaba qué iba a ser de él en la isla desierta y, sin embargo feraz, que lo acogía.
    Pasaban los días y vino a procurarse cobijo bajo un techo urdido con ramas de palmera y grandes hojas de plantas tropicales; así hasta que dio con una caverna de no muy profundo fondo excavada en la roca, de cara al mar inmenso. Cegaba la luz del sol sus ojos siempre alerta y la limpieza del aire era tan diáfana como la claridad de las aguas que circundaban el lugar, al que algunos llamaban la Isla del Confín del Mundo. Daba aquel jardín selvático frutos silvestres suficientes para su alimento y no escaseaban tampoco peces que llevarse a la boca, capturados en las pozas que se inundaban cuando subía la marea. Crecía su barba y las ropas con las que había llegado al lugar se convirtieron en harapos. Cambiando fue su aspecto hasta que su figura llegó a camuflarse como un elemento más de la nombrada isla. Para protegerse del recio sol, se internaba en la cueva o entre las palmeras de la plural cubierta vegetal del lugar y, a la caída de la tarde, se sentaba a la orilla del mar o sobre las rocas de un cercano acantilado para contemplar la bonanza de las aguas, dejando que sus ojos se perdieran hasta confundirse en la línea del horizonte, en la cual se junta el cielo con las aguas difuminando la visión.
   Algún día llegaría alguien que pudiera rescatarlo. Quizás un barco mercante o mercaderes venidos de muy lejanos mares en busca de fabulosas riquezas que sólo tenían cabida en su imaginación y eran presa de sus labios. Alguien recordaría su nombre y, a la caída del tirano, se organizaría una expedición para rescatarlo, pues a él se había enfrentado denunciando públicamente sus prácticas corruptas y la perfidia de sus artimañas. Así era su piel curtida por el sol y oscurecida, que el yodo hacía aceitosa, bronce forjado por las aguas y la brisa marina, su cuerpo adelgazado y semidesnudo y, sin embargo atlético, sus pies descalzos que dejaban a diario las huellas en la playa de fina arena rubia, plácidamente besada por las olas... Tras el vuelo de los últimos pájaros de la tarde, se marchaban sus ojos y no hallaban consuelo; si bien, seguía firme en su esperanza. Allí curtía su espíritu en las largas horas de soledad y silencio, e invocaba a los dioses de la desventura para que lo regresasen a su añorada patria en uno de aquellos días sin sentido.
   Una noche, habiéndose apoderado de él un pesado sueño, vino a soñar con la muerte del tirano que tenía subyugada a su patria y con un blanco velero que se acercaba a las playas de la Isla del Confín del Mundo para rescatarlo, como si de un héroe se tratase. Mas cuando despertó, comprobó que nada de cuanto había soñado era real y que todo a su alrededor se resolvía en la rutina, la cual desafortunadamente conocía y le era ya demasiado familiar. Mas él veía, en cada amanecer, una nueva esperanza: el día del regreso.

           
                                                                                       José Antonio Sáez Fernández.


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