martes, 2 de junio de 2015

EL DISCÍPULO AMADO.


(Fotograma de la película "Viridiana", de Luis Buñuel)


                                                                                                      Para Antonio Enrique.


   Porque hundiste tus dedos en mi llaga y al punto brotó de ella sangre y agua, yo te confié la flor de mi secreto. Tú serías el predilecto, el discípulo amado, aquel a quien le está permitido reclinar su cabeza sobre el pecho del Maestro. Sólo tú recibirás mis confidencias y te sentarás a mi derecha en la mesa para tomar el último bocado. A ti te está reservado el privilegio de verter el vino oscuro en mi copa y tomar del pan que partiré, en lugar preferente. Tú podrás besar las huellas de los clavos en mis manos y podrás derramar tus lágrimas sobre mis pies marcados. Después los secarás con tus largos cabellos por donde pasan sin detenerse las oscuras sombras de la noche, los gemidos de dolor y los aullidos de los desesperados.Vuélvete sobre mí y acerca tu oído para que puedas escuchar lo que es apenas un susurro salido de mis labios. El guardián de la dicha, aquel por quien mi corazón atravesado entró en la vacilación y la congoja.
   Quise para ti un lugar de privilegio, tuviste ese lugar en mi corazón, mientras me fue posible la vida, y aguardo ahora el día del reencuentro. Pon alas a mi memoria, edifica sobre mis labios tu palabra, sea mi boca nuncio de tu nombre, mensajero enviado para consuelo de tristes y afligidos, pañuelo que seca las lágrimas, voz suave que entra en el alma y es alivio para el agonizante. Grita en la noche, revuélvete, canta sobre el escenario del mundo las verdades del barquero y di que tú eres grande, siendo el más pequeño de los hombres, porque en tu insignificancia se ha fijado aquel por quien suspiras. Yo voy de tu mano, como el hermano menor que es consciente de su desventaja. No se doblegará mi pie ni me pondrás la zancadilla.
   Voy a tu encuentro como quien no sabe de amor, como quien ha sido privado de amor, como aquel a quien le asiste el amor. Sigo la pista de las huellas de tus pies desnudos; ay, quién pudiera enjugarlos y posar sus labios sobre tus plantas puras, aún más frías que la escacha y líquidas como gotas de rocío que resbalan. Y quién pudiera gemir largamente sobre tu hombro en la noche cerrada del desconsuelo, justo ahora que amanece y están las rosas por abrirse a la luz del sol.


                                                                                             José Antonio Sáez Fernández.



   

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