martes, 16 de junio de 2015

LOS REMEROS ROMÁNTICOS.





   Mientras navegábamos por el lago, ella reclinaba su cabeza sobre mi hombro al par que yo remaba y la barca avanzaba dejando atrás una estela en las plácidas aguas o dibujando en ellas curiosas formas enigmáticas. Un vientecillo leve hacía ondear sus cabellos que caían sobre sus mejillas en la tarde dulcísima. No era necesario decir nada. Sólo había que abandonarse a la bonanza y a la pericia del remero que bogaba lentamente, como si quisiera prolongar el instante hacia una imposible eternidad. "Collige, virgo, rosas...", golpeaba en su mente el verso de Ausonio y se dispuso a hacer acopio, a aprehender la dicha de un momento que bien podría valer una eternidad. Nada vale más que la felicidad de un instante cuando se sabe que esta ha de ser implacablemente efímera. Nada hace el disfrute más intenso y valioso que saber que es fugaz, y que ha de dejar de ser "in ictu oculi"; esto es, "en un abrir y cerrar de ojos", como bien pudo apreciar en las pinturas de Valdés Leal que se encuentran en el Hospital de la Caridad de Sevilla. 
Surcábamos las aguas despaciosamente, con los ojos fijos en ellas, y a veces giraba la cabeza para besar su frente, retornando luego los ojos a las aguas mansas del lago, tras comprobar que ella me sonreía y era tan intensa la dicha compartida cuan breve la sabíamos. Caía la noche y las aguas se fueron tornando de oro hasta trocarse en púrpura. No lejos de la orilla, unas aves sobrevolaron sobre nuestras cabezas y volvimos los ojos hacia el cielo sabiéndolas de paso. Así de breve el gozo, así la dicha que embargaba nuestros corazones. Así las almas que laten al unísono, como baten las dulces olas una playa desierta que acoge los cuerpos desnudos de quienes aman. Así la noche se aviene a lo acordado y la barca en la orilla aguarda allí, varada, los brazos vigorosos de los nuevos remeros.


                                                                              José Antonio Sáez Fernández.



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