martes, 23 de junio de 2015

ROSA DE ALEJANDRÍA.





Eres el cristal de la luz, el espejo del sol donde se miran las legiones angelicales, la rosa del desierto con sus pétalos de arena ardiendo al mediodía, los ojos del chacal enamorado, el corazón del aire mismo que respiro... Y si tú quisieras, yo podría ser como el guardián del Paraíso, aquel que permite la entrada en el Jardín de Edén y el que alza la espada flamígera con los cabellos de oro ensortijados ondulando al viento tras la cortina raída de la tarde. Vieras el fuego que quema las pupilas y vieras el halcón oteando su presa en un vuelo rasante. Vieras al que cae en picado desde el cielo sin nubes y vieras al que come de tu mano mendigando el amor de los desheredados. Fueras tú la mandrágora y yo el arlequín que precisa la curación de su alma atormentada. Vinieras y me abandonaras con los titiriteros que salen a tu encuentro para que clamara yo en la noche mi desamparo ante todas las criaturas que ensordecieran por tan vasto y desgarrado clamor. Yo no soy quien tú esperas de mí, sino el más desesperado de los hombres. Yo no soy del viento ni discurro por la transparencia del agua: sólo soy la hoja mustia que cae para que tú la acojas en la cuenca de tus manos, le des aliento y también sepultura. Yo no soy más que una mota de polvo, más que un grano de arena, más que un insecto insignificante a tenor de que alguien venga y lo aplaste con su sandalia, tal mi desvalimiento. Yo no soy más que el vencido, el vulnerable a los pies del guerrero soberbio que clama su victoria alzando su espada sobre mi cabeza. Soy el dependiente absoluto de las migajas de amor que caen de tu mesa y soy quien las recoge para llevárselas a los labios.
   Pero tú eres el arco iris y el cielo estrellado, eres el cometa que pasa dejando un rastro de luz a su paso. Y eres la hermosura del mundo que agoniza en mis pupilas ante las gentes que ignoran su destino de sombras. Yo te calzaría las sandalias y besaría los dedos de tus pies mientras te calzas. Porque, si tú no existieras, caerían del firmamento los astros que en él hallan cobijo, y te llorarían hasta la extenuación las plañideras, y un corazón iría a proclamar su orfandad ante el trono de Dios, y Él no podría taparse los oídos para dejar de escuchar, con desgarro, la aflicción de tu llanto.


                                                                                        José Antonio Sáez Fernández.



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