viernes, 8 de julio de 2016

EL SUEÑO DE OMALQUIRÁN (I).





Grata le es la brisa que acaricia el velo con que oculta su bello rostro a las miradas indiscretas. Cuando sale a los patios de la fortaleza, ataviada con sus vaporosas y ceñidas vestiduras para recrearse aspirando el perfume de los jazmines y cortar las rosas, o escuchar la música del agua en las albercas y sentir su agradable frescura al tacto de los dedos y en el rostro; la joven Omalquirán, la más dulce y soñadora de las princesas que hubiera existido jamás en el orbe de al-Ándalus, la hija del rey y señor de La Alcazaba, Almotacín, «el protegido por Dios», respira pausadamente el aire de la mañana y el sonido de las olas del mar cercano llega suavemente a sus oídos. Si osa asomarse a las almenas, el viento allí es demasiado fuerte, pero es tan hermosa la ciudad y hay tanta bonanza en la bahía sobre la que discurren las blancas velas de los veleros que se acercan con sus ricas mercancías hasta el puerto, que no se resiste a contemplar las pequeñas casitas con terraza que pueblan el barrio de La Almedina; e imagina sus calles alegres y bulliciosas, tan llenas de vida, pobladas de mercaderes llegados desde lejanos mares, con deslumbrantes tejidos y mercancías suntuosas dispuestas para ser vendidas en el zoco.
Sus más íntimas siervas perfumaron en la mañana su esbelto cuerpo con fragancias delicadas y tan gratas al olfato que se diría que la preferida de Almotacín, señor de Almería, tan íntimamente afecta al corazón del rey su padre, desearía competir con el aroma de las rosas y los jazmines de los patios interiores de la fortaleza en que pasa las horas y los días pensando en el gallardo y apuesto joven Asamar, de la no muy lejana Denia, espejo en que el mar se contempla y paraíso para los sentidos. Para él ha compuesto los más hermosos versos que le han granjeado la admiración y el aplauso en la corte de poetas con que adorna el rey, su padre, los diáfanos cielos de azul turquesa de su amado reino, cuya capital es la bienaventurada ciudad donde el cielo y el mar se ensamblan en maridaje perfecto.
Ah, Omalquirán, sus rasgados ojos de gacela… Corre el rumor entre las gentes que es tal la belleza de sus ojos que nadie ha osado contemplarlos y contados son los que han tenido la fortuna de mirarlos frente a frente. Algunos dicen que reúnen el embrujo del paraíso y que no hay tal sobre la tierra. En el zoco donde se dan cita los malabaristas, los encantadores de serpientes y los contadores de historias, un ciego repite sin cesar, como una inacabable letanía, las cualidades de la princesa, se derrama en un mar de elogios sobre su hermosura e improvisa desproporcionadamente sobre su agudeza e inteligencia. En la puerta de entrada a la ciudad, que casi llega a besar la orilla de las olas desde el recinto amurallado, los navegantes y viajeros recién venidos preguntan a quienes los reciben si es cierto cuanto se oye decir de la princesa y los almerienses exageran, aún más si cabe, sus elogios hacia la Perla de La Alcazaba.




Recluida en sus aposentos, Omalquirán escuchaba la voz lejana de su madre, quien en otro tiempo había sido, así mismo, una joven y muy bella princesa, hija de Mochehib, señor de Denia, y de una noble señora cristiana, matrimonio del cual nacieron además otros dos hijos que contrajeron nupcias, respectivamente, la hermana, con el preclaro Almutamid, rey de Sevilla; y el hermano, Alí, con una princesa de Zaragoza. Almotacín, Mochehib y Almutamid: los tres señores de la poesía en el al-Ándalus. No era, pues, casual que su enamorado, el joven Asamar, fuese así mismo de la luminosa Denia. Pensaba ahora en que el amor de sus abuelos bien pudiera haber salido de una de esas leyendas fronterizas que a veces recogen los libros, pero que en las más de las ocasiones son contadas de viva voz en las largas noches de invierno. «Un musulmán y una cristina-se decía-, mi abuela era una cristiana».
Ella prefería pensar que el enlace de sus abuelos había sido un matrimonio por amor, aunque quizás se tratara sólo de un acuerdo entre notables para establecer lazos políticos y asegurar la paz entre dos reinos cansados de batallar. El suyo por Asamar era un amor auténtico, pues desde el instante mismo en que lo vio por vez primera, formando parte del cortejo de su abuelo, el señor de Denia, quedó prendada de él. Se había fijado bien en su figura: era un joven apuesto y fornido, diestro en el manejo de la espada, vigoroso y decidido, galante y caballeroso, de gestos bien medidos y maneras siempre oportunas. Su rostro varonil, de perfiladas facciones, sus grandes ojos oscuros de mirar penetrante, la conquistaron irremediablemente. Se vieron en la recepción con que su padre quiso honrar la visita a su reino de Mochehib. Ella, a pesar de llevar el rostro oculto tras el velo, no pudo evitar dirigir su mirada furtiva hacia aquel joven y sus ojos se encontraron sin huida posible.
Recostada ahora en el lecho, pensaba en Asamar. Recordaba muy bien la noble estatura alzada de su cuerpo esculpido, sus brazos poderosos, la extensa llanura de su labrado pecho y la firmeza de sus pies. Lo imaginaba a lomos de un corcel, galopando a la carrera, valiente en la batalla contra el enemigo y al grito de «Alá es grande». Ella también era una diestra amazona. Su padre y señor había ordenado que fuese instruida en el manejo de las riendas, tal era su amor por los caballos.

                                                                                            José Antonio Sáez Fernández.

(Continuará).

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