miércoles, 13 de julio de 2016

EL SUEÑO DE OMALQUIRÁN (III).




  En días como este, salgo a los patios ajardinados de la fortaleza, aprovechando las horas en que el sofocante calor aún no ha desplegado sus dominios por entre los árboles que dan sombra y frutos sabrosos del tiempo. Aún es posible aliviar los rigores del verano. Y voy deambulando entre la vistosidad y el colorido de las flores que me regalan con su delicado perfume, el cual resulta como un alivio a mis sentidos. Ay, la belleza… La belleza es el alma del mundo y yo me entrego a ella como a Asamar entrego mi alma y mi cuerpo todo. La belleza es efímera, como lo son los días felices del hombre sobre la tierra, como estas flores alegres y vistosas que ahora rozo con mis dedos, como si temiese herirlas o como si me roce pudiese herirlas. Así mi corazón, al igual que ellas, en este naufragio de los días insulsos en los que pareciera que más que vivir hubiese muerto. ¿Quién dirá mi nombre? ¿Quién lo pronunciará con temblor en sus labios agonizantes? ¿Quién lo bendecirá y lo besará con la pasión que puso en mí mi amado Asamar? Omalquirán… Porque tuviste el mundo en la palma de tu mano y te supiste joven y eterna, de la misma factura que la del Creador. Admirada y elogiada hasta el agotamiento, querida por sus súbditos hasta la saciedad; tu nombre: un imán que atrae a viajeros y comerciantes venidos en sus naves desde los confines del orbe. Tu bendito nombre que, a no tardar, ha de ser ceniza aventada por la brisa del mar en la noche de los tiempos. Lo gritan ahora las almenas dormidas de La Alcazaba, donde silba el viento de levante; y lo silban los pájaros en su canto gozoso que deleita tus oídos y va, como un blanco velero, transportado en la música de las aguas que discurren por los canales, dando riego al parterre y a los demás ornamentos florales, acariciados por tu dulce mirada. Ay de ti, afligida, que paseas tu congoja por los patios y los torreones de la fortaleza, divagando ausente en el recuerdo del recuentro. Largos son los días que hacen crecer la impaciencia y dilatan hasta lo insufrible la espera insatisfecha. ¿A quién acudir? ¿Con quién desahogar la angustia? ¿A quién confiar el desasosiego que aflige a tu corazón? Ni siquiera ha de saberlo tu madre, que ignora cuánto agota a tu pensamiento, ni tampoco tu padre y señor, el rey, tan ocupado en asuntos de estado. Duerme ahora que el sopor te vence y el cansancio tiende sobre ti su velo de silencio. Reposa sobre la almohada tu cabeza y extiende sobre ella tus cabellos perfumados para que pueda la brisa acariciar tu nuca. Deja que sea ella quien los bese, que sean sus labios quienes vengan a besar tu blanco cuello de cal y nieve juntas. Duerme un poco y olvida la congoja de tu corazón enamorado. Antes que otros días vengan a vestir de luto a los hijos de la media luna.




                                                                         ***

   Me he despertado sobresaltada. Los latidos ajetreados de mi corazón, que suena aceleradamente, se agolpan en mi garganta y en mis oídos. El sueño es culpable de esta zozobra, de este desasosiego, de esta inquietud en que me debato. En él veía soldados, ejércitos de soldados uniformados y dispuestos para la batalla que se dirigían hacia la fortaleza que nos protege. Era un ejército tan poderoso e innumerable como las arenas de la mar. Fulgían en el cielo sus estandartes, las puntas de las flechas despuntando sobre el carcaj y las lanzas, los escudos y corazas que protegían el pecho de los esforzados guerreros. Los rayos del sol se estrellaban contra el brillo cegador de sus alfanjes, los cuales resultaban deslumbrantes en la ardentía. Avanzaban por tierra o a lomos de briosos corceles y, desde el mar, en poderosas y fornidas naves empujadas por el viento de levante que les era propicio. ¿Adónde se dirigían, como en gigantesco y monumental éxodo, los hijos de la media luna, envueltos en nubes de polvo y al trote de sus caballos; mientras los defensores de la Cruz se disponían, por su parte, a abordar la bahía cercana a la ciudad que dormía confiada? ¿Quién pagaba la traición y qué mano fue la que tomó la bolsa? ¿Qué mentes urdieron la estrategia y envenenaron el aire con sonidos de caracolas y olifantes invitando al combate? Se arrodillaban los cristianos bajo la cruz alzada y recibían la bendición de sus obispos, mientras estos administraban la comunión a quienes se disponían a luchar por su fe en una cruzada contra el islam o a morir en el campo de batalla. Entre los musulmanes se llamaba a la guerra santa, pero en ambos casos era la codicia lo que alimentaba las mentes y hacía cundir el ardor guerrero en los corazones enloquecidos de los hombres. Nada más envidiado ni nada más ambicionado que la pacífica ciudad donde florecía el comercio y las fuentes del saber discurrían convirtiendo en fértil el erial de las mentes. Nada más ambicionado que la plácida existencia junto al mar azul turquesa que alimenta la prosperidad del pequeño reino. Se dijeron: «Confabulémonos contra los almerienses. Unamos nuestras fuerzas y caigamos sobre Almería al resguardo de la oscuridad, pues las tinieblas de la noche nos protegen. Arrasemos la ciudad y obtengamos el más fabuloso botín que los siglos vieron. Sean nuestras las sedas de sus 10.000 telares, los frutos de sus huertos y los peces de su bahía. Exterminemos a sus ancianos de níveas barbas y a los fornidos varones que la hacen próspera. Sean esclavos nuestros sus jóvenes y sus doncellas. Trabajen para nosotros y corra el vino en nuestras copas. Sellemos nuestro pacto y caiga de una vez el reino que guarda a la Ciudad de los Espejos, cuya luz es tanta que resulta molesta a nuestros ojos. Caigamos sobre ella como cae el céfiro sobre los campos de oro donde crecen las espigas curvadas bajo el sol o son movidas por el viento. Sean nuestros sus tesoros, tal la fama que corre en boca de marineros y comerciantes. Caiga Almería y bórrese de la memoria de las gentes la sonoridad de su nombre, pues que ofende a los oídos de sus enemigos». Así discurrían quienes tramaban la ruina de un reino donde la prosperidad de sus habitantes no tenía igual en el al-Ándalus bajo el gobierno de Almotacín.
    Omalquirán creyó haber tenido una revelación a través de su sueño premonitorio e, incorporándose sobre el lecho, se dispuso a correr, inquieta y azorada, hacia el encuentro con su padre, señor de los creyentes, el protegido de Alá. Debía, sin duda, poner en su conocimiento cuánto era el peligro que se cernía sobre el reino, advertirle de la amenaza que se disponía a caer sobre las cabezas de sus súbditos y de cuanto en su sueño le había sido revelado para que él se dispusiese a tomar las medidas que alertasen a los habitantes de la ciudad, ignorantes de un peligro cierto.
«Padre y señor mío –le dijo–, escucha de mi boca cuanto me ha sido revelado por los ángeles del sueño. Ve tú si has de considerarte advertido y juzga si has de alertar a tus súbditos contra las amenazas de tus enemigos. Tú que eres pródigo y no cejas de derramar la gracia de tus bendiciones sobre ellos, protegiendo sus vidas y sus haciendas. Sabe, pues, que los traidores confirman su alianza contra ti y quienes pactaron antes la paz contigo se disponen a dar el golpe mortal a tu reino cayendo sobre él». Así hablaba Omalquirán y las palabras se atropellaban en su boca como los niños ansiosos al salir de la escuela, tras largas horas de disciplinado aprendizaje del Corán. «Entiende, señor, por qué mi alma está angustiada y llena de oscuros presagios. Negras aves sobrevuelan en círculo sobre La Alcazaba, tiñendo de luto el aire. Dime si he de temer por mi ida, si hemos de temer por nuestras vidas, tú que eres nuestro adalid y nuestro guía, la fuerza de tu brazo es nuestra fuerza y tu confianza es nuestra confianza. Tal vez haya llegado el momento de marchar hacia Denia y ponerme bajo la protección de mi amado Asamar, pues su brazo es firme y su valor sin medida».




   Abrazaba el rey a su hija y la apretaba contra su corazón. Los latidos del uno y de la otra se escuchaban al unísono. Su cabeza perfumada reposaba junto al pecho de su padre y él acariciaba dulcemente sus cabellos, apretando los dientes para no dejar discurrir las lágrimas por sus mejillas. Finalmente, Almotacín se armó de valor y respondió a sus temores con estas inspiradas palabras: «Hija mía, la vida de los hombres es frágil y efímera. También lo es la mía. Yo no he de durar eternamente. Los hombres vamos y venimos, pero no permanecemos durante mucho tiempo en el mismo lugar. Así los beduinos del desierto, montan sus campamentos y los vuelven a levantar para continuar su marcha hacia ninguna parte, sabedores de que su estancia ha de ser forzosamente breve. Alá dispuso que nuestro paso por este mundo fuese transitorio y sólo él sabe cuánto han de prolongarse los días de los hombres. Los reinos de este mundo son también caducos y perecederos. Se suceden los monarcas, los imperios y las civilizaciones sobre la faz de la tierra. A un tiempo, se erigen palacios que producen la admiración y el asombro de los ojos; y a otro tiempo, son polvo calcinado que va en el viento. Nada hay permanente, duradero o definitivo. Todo es cambiante y mudable en cuanto nos rodea, y ello desconcierta, si no embarga de nostalgia y melancolía al corazón humano. Medidos, contados están los días de los hombres; pero has de entender, hija mía, que yo he de responder ante la historia que juzgará mi proceder, mis aciertos y desaciertos como gobernante. Nada hay comparable a saber que fui un rey amado por mis súbditos y que mi memoria perdurará en sus corazones, aunque yo me haya ido. Ya ves que sus labios bendicen mi nombre y con su gratitud me iré gozosamente el día en que algún misericordioso se digne cerrar la cortina de mis ojos. No has de temer por mí, pues tuve el privilegio de presencias acontecimientos a los cuales muy raramente tienen la suerte de asistir los mortales. De mis aciertos y errores respondo sólo ante Dios todopoderoso y ante mi propia conciencia, porque sé que cuanto hice fue buscando el bien y la prosperidad de mis súbditos. Estoy preparado para asumir el final y sólo me aflige alejarme de este mundo porque sé que en él habré de dejar a quienes tanto amo.


                                                                           José Antonio Sáez Fernández.

(Continuará).


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