sábado, 16 de julio de 2016

EL SUEÑO DE OMALQUIRÁN (y IV).




   Juzguemos ahora, mi pequeña Omalquirán, aquello que aflige a tu corazón. Has de saber, hija mía, que al igual que la felicidad ronda los días de los hombres, mayores son las aflicciones y congojas que acampan con nosotros en nuestro paso por la vida. Las preocupaciones de un gobernante son tantas y tan continuas que apenas si encuentra éste lugar para el sosiego en el ejercicio de su responsabilidad. Yo ambicioné que en mi reino existiese un espacio para el cultivo del espíritu y lo defendí a toda costa siendo dadivoso con los poetas y los sabios que hasta mí acudieron en busca de refugio, protección y amparo. Pero siempre he sabido que mis enemigos ansiaban hacerse con él, pues miraban con envidia su prosperidad y el alto nivel de vida de sus habitantes. Los almerienses somos gentes nobles y biennacidas que sabemos cumplir con nuestros compromisos, respetando los pactos y acuerdos que alcanzamos con los reinos vecinos. Más Sabe, hija mía, que la ambición humana no tiene límites y que ella perturba las mentes de los hombres, a la par que envenena su corazón. Necios somos los mortales cuando creemos que en el oro y la plata están las verdaderas riquezas que pueden conducirnos a la felicidad. Riquezas son, en verdad, pero caducas y perecederas, pues que extravían al hombre y lo arrastran hacia su propia perdición; endurecen su corazón y lo vuelven codicioso y avaro, acaparador y receloso de sus semejantes. Tardo o temprano vendrán sobre nosotros, hija mía. Las alianzas y ejércitos que viste en tu sueño, tarde o temprano caerán sobre nosotros».


   En diciendo esto, Omalquirán contempló el rostro iluminado de su padre y vio correr las lágrimas por sus mejillas. Entonces ella le preguntó amorosa: ¿Lloras, mi señor? A lo que él respondió: «Mi amada hija, lloro porque sé que la sangre ha de correr inevitablemente un día no lejano por las calles de esta ciudad. No lloro por mí, sino por mis súbditos, que han de verla bajar desde la fortaleza, serán expulsados de sus casas, privados de sus haciendas y forzados a un injusto exilio. Porque nosotros no somos extranjeros en esta tierra, que con toda justicia es nuestra tierra. El suelo que pisamos es nuestro suelo y en él tenemos raíces tan profundas como las de los más añosos árboles que nos dan sombra y nos abanican con sus ramas. Quizá algún día puedan convivir, en la tolerancia y el respeto, diferentes razas y culturas bajo este mismo sol, bajo este mismo cielo y sobre este mismo suelo. Porque de no ser así, los hijos de al-Ándalus se verán abocados a un perpetuo sufrimiento y la vida se convertirá en una carga insoportable. Entiendo que el Todopoderoso no nos creó para sufrir en un estado de perpetua desventura, sino para la felicidad y el gozo, y que nos hizo superiores a todas las demás criaturas para darnos la oportunidad de avistar la gloria venidera ya en este mundo. Ve, pues, tranquila, hija mía. Da sosiego a tu corazón y regresa a tus aposentos. Dios te ha dado el don de la poesía, que no es sino un privilegio, una suerte de lucidez y de revelación que te ayudará a entender el alma humana. Acude a ella y sé dueña y señora de ti misma, de tu vida y de tu destino; mi querida Omalquirán, mi dulce, mi pequeña niña. Anda, ve. Debes irte ya, pues he de atender a mis quehaceres».





  Una vez pronunciadas estas palabras, mi rey y señor Almotacín besó la frente de su muy amada hija y me dejó marchar, sumido en el más absoluto de los silencios. El sol se ponía ya sobre el horizonte y las sombras iban apoderándose de la estancia de palacio en que había tenido lugar el encuentro entre padre e hija. Yo sentí entonces que algo muy grande crecía dentro de mí y se agigantaba. Nunca podré olvidar aquella conversación.
Aun hoy me parece escuchar la voz de mi padre y sentir su mano acariciante que alisaba mis cabellos, mientras apretaba dulcemente mi rostro contra su fornido pecho y yo escuchaba los latidos acompasados de su corazón.
                                                                                ***

   Una esclava me anuncia la llegada de mi amado Asamar. Acaba de llegar de Denia a lomos de un corcel sudoroso por el azogue continuo del camino. Toda distancia es demasiado dolorosa cuando se ama. Largos los días, insufribles las horas sin la presencia del amado.Daría en escribir un tratado sobre la separación y el reencuentro de los enamorados. No me sería difícil, dado que bien conozco los rigores de la ausencia y los gozos del reencuentro. Tañera dulcemente el laúd mi esclava mientras lo componía y vendría a mí la inspiración
precisa para dar con las palabras certeras. Es la separación de los enamorados como muerte en vida, pues no se vive aunque la vida no nos haya sido realmente arrebatada. Resulta un sinvivir el estar privada de las caricias, los labios y el dulce aliento del amado. Pues no vives en ti sino por él, languideces y declinas cuanto la vida pueda ofrecerte, ya que sabes no has de compartir las dádivas y los temores que el existir conlleva. Y no anhelas otra cosa que al amado susurrándote al oído palabras de amor. Y mueres al sentir sus labios que oprimen los tuyos en la llama del beso. Sueñas con reposar tu cabeza sobre su hombro, sintiendo al par sus fornidos brazos alrededor de tu cuerpo, al que anudan como en una lanzada circular. Y luego vas y te dejas, y te abandonas y cedes a la corriente que te arrastra en su vorágine. Entonces es cuando se inicia la ceremonia que celebra el origen del mundo. Todo vuelve al origen. Y siendo dos somos uno en el otro y otro en el uno. Juntos vemos nacer el día, pues nos despierta el alba renacidos, resucitados e invictos, con el semblante iluminado por gracias de los ojos que te miran apaciblemente, con tanta gratitud y en semejante estado de gracia. Sin duda, debe el amor conducirnos a través del sendero trazado por el Creador, pues qué sería de la vida de los hombres sin amor.




   «Ven junto a mí, me dice, apoya tu cabeza en mi pecho florido. Deja que acaricie tus cabellos y aspire la fragancia con que tus esclavas han perfumado tu nuca y tus muñecas. Permite que me adentre en la noche encendida de tus ojos y pose en tus pupilas las mías que velan al raso de tus cejas. Hazme contemplar tu rostro. Oh, Dios, que no concluya nunca este instante; detente, tiempo que tan cruelmente avanzas sin detener tu veloz carrera, como el caballo que no ve más que la línea de meta y no ceja hasta alcanzar la victoria; que no canten los gallos y suene apaciblemente el rumor de las olas cercanas. Duerma mi amada junto a mí y vele yo su sueño, pues tan plácidamente me muestra su dulcísimo rostro y tan ajena resulta ahora ante dolor y los temores que perturban su corazón anhelante».
   Debió de ser así, pues de este modo perduran los hechos en mi memoria. Fuera mi amado para mí y yo fui para mi amado. Para él compuse muy inspirados versos, pues no existe fuerza más poderosa en este mundo que el amor. En ellos mostré el desgarro de la ausencia y la desolación del alma que anhela la presencia. Mas tú que lees estas líneas has de saber que si el amor merecer perdurar por encima del tiempo; del mismo modo, la memoria de mi padre, Almotacín, el monarca más noble y generoso que vieron pasar los siglos, merece figurar en los libros de historia y en el corazón de las gentes, para honra y gloria de su nombre y el de su amado reino.          


                                                                                           José Antonio Sáez Fernández.


                                                
 

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