lunes, 30 de diciembre de 2013

ATANDO CABOS.





Ya ves, se han ido todos y, en el desorden, todo queda por recoger. Te has quedado solo para despedir los restos de lo que un día fue como la aurora y hoy sólo son los fragmentos de este naufragio que es la vida. Todo termina aquí y también acaba el mar en algún sitio. Como el que ve pasar los trenes delante de sus ojos y no sube a ninguno, así tú que contemplas ahora los raíles infinitos que han de llevarte hacia ninguna parte. Bien está quedarse sólo ante los tragos fuertes. Bebe pues este orujo y nota su calor quemante en las entrañas. Ante el dolor uno se encamina solo, ante el desamor y la orfandad, ante la muerte y en la agonía uno debiera ir solo. No hay compañía posible ni asidero alguno. Afrontar se deben con dignidad y en silencio las derrotas. Y a cada cual le caben, cumplidamente y sin posibilidad de evasión, las suyas. Porque vivimos tiempos para la ignominia y el totum revolutum, sobrevimos náufragos del caos que nos arrastra, tal las aguas revueltas de la riada se llevan con violencia cuanto los nobles brazos con voluntad y tesón edificaron. Del hombre es la pasión por levantar lo que los elementos con furia inclemente le robaron. Del hombre es el orgullo y la sabiduría para discernir cuándo han de recogerse aperos y aparejos, y cuándo se han de ir atando los cabos que quedaron sueltos. Recoger amarras. Sin duda, hay que recoger amarras porque entiendes que el tiempo apremia. Te gustaría dejar la casa decente, cada cosa en su sitio. Pues hay un momento para el alba y otro para el ocaso. Alfa y omega. El auge y el declive. Pobre es la cosecha que recolectas en tus manos desnudas. Poco que ofrecer a quien aguarda.
Recoges ahora los girones del desamor y la caducidad, como el perrillo que lame las llagas de sus heridas recostado sobre la hierba frondosa, bajo la mirada compasiva o indiferente de los viandantes. Se ha hecho la noche y se cierran a una los cortinajes del escenario en la comedia de la vida. Asido al remo de la barca, aún bogas para mantener la nave en equilibrio. Mas sabes que todo está cumplido. Suenan para ti los últimos acordes de la orquesta y ya los invitados abandonan el recinto. Esbozas unos pasos y algunas miradas te siguen con perplejidad desde el fondo oscuro de las gafas, escrutando tus movimientos imprecisos. Es la danza o el baile del solitario abrazándose al aire. Alguien te lanzó el reto.
Bienaventurado quien se hizo al silencio y adentrándose en él, se supo libre y cumplido y pudo decir, con serenidad y entereza: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

   
                                                                                         José Antonio Sáez Fernández.

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