jueves, 5 de diciembre de 2013

LAS TARDES.





Breves son las tardes, fugaces como la misma vida. Apenas unos rayos de sol las acarician y los ojos perciben esos frágiles haces de luz que rompen, en los cristales, sus aspiraciones de ser y permanecer, perdurando en ellos y en las pupilas despiertas que los despiden, como las novias en el puerto o en el andén de la estación despiden al vapor que se lleva los latidos del corazón enamorado. Fugaces las vísperas del desamor. Vuela el tiempo desvalido en los relojes de las manos amadas y los dedos entrelazados de los agonizantes. Vivo yo en los intantes de tus labios gozosos, presa libre que se crece en el aire como una paloma extiende sus alas y se hace al azul, plena en la dicha, leve e ingrávida. La tarde es el suspiro y es el instante eterno en tus ojos, mujer de seda y esmeraldas que cruzas ante mi vista y ya eres humo, niebla desvanecida. Nada perdura en las tardes que predicen el advenimiento del invierno. Cae a tierra en ellas la luz desplomada como un pájaro herido bajo el disparo terrible y más cruel del cazador que lo derriba. Caen las tardes, se desploman como las hojas amarillas del más frondoso árbol bajo cuya sombra nos resguardamos del sol abrasador del verano. Pero el verano se ha ido y el otoño apunta ya su despedida. Se suceden las estaciones como las tardes, los solsticios y los equinoccios dejándonos a solas con nuestra infinita soledad de sabernos mortales. Bajo el violín de la tarde te supe y soy declive, llama que se apaga en el brillo de las pupilas que vieron con asombro el mundo y aprendieron a mirar en otros ojos conmovidos que las contemplaron. Ya ves, se me vuelan los sueños tras los tuyos y no soy sino la nada que se desvanece, el brillo que no perdura y es el instante. Dulces las tardes, apacibles. Suave la pérdida. Las veo llegar como a la muerte misma en esta agonía de soledades que envuelve el corazón sosegado. Ven. Acaríciame. Dime que es luz esta luz que siento en mis manos. Abrázame si puedes, estrella de la tarde que te apagas en el claroscuro que declina. Tú que caminas sobre los páramos baldíos y descansas a lomos de los rugosos troncos de los olivos, bajo un manto de rubíes embalsamados. Bésame, acaríciame, da calor a mis dedos para que te reconozca, para que pueda entregarme, abandonarme, dejarme a quien no ha de demorarse. He aquí que llama ya a mi puerta. Es el invierno de la vida y es ella, mi amiga y compañera, la que esperaba y para quien me he vestido. Sea, pues. Vamos.

                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.

2 comentarios:

  1. Querido José Antonio, estamos hechos de tiempo y, por tanto, sensaciones y sentimientos tienen la piel frágil de la levedad. Tu texto lo explica muy bien. Un abrazo desde Rivas.

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  2. Amigo José Luis: A veces pienso que no estamos hechos ni de tiempo, que el tiempo es sólo una convención humana, como tantas otras. Quizás seamos la ilusión o el sueño de ser tiempo. Si me parece que somos fragilidad, levedad, casi ingravidez. Lo que no acabo de entender muy bien es por qué nos empecinamos en negar lo que somos y aspiramos a algo que sabemos no podremos alcanzar nunca.

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