lunes, 23 de diciembre de 2013

APORÍA DEL INVIERNO.







El invierno entra en el corazón de las gentes como entra el aire gélido por la abierta ventana de la estancia en un descuido. Nos hemos endurecido para protegernos de no sabemos exactamente qué, pero nos sentimos agredidos. Estamos siempre en actitud de alerta, previniendo no entendemos qué tipo de amenaza. Quizá todo ello no sea más que la expresión de nuestro desvalimiento, de nuestra fragilidad o de nuestro desamparo. Seguramente no exista otra criatura más necesitada de calor que el ser humano. Ese que viene al mundo entre llantos y desnudo, absolutamente dependiente de los demás. Aunque no queramos reconocerlo, somos lo que los demás han hecho de nosotros y lo que nosotros hemos hecho por los demás.
El invierno nos sitúa, cara a cara, frente a nosotros mismos y frente a nuestra única y desoladora verdad. Imposible el escapismo, la hipocresía o el fingimiento. Nadie es lo que no es y los seres humanos fuimos creados, en el espíritu, de la misma materia que los dioses que nos infundieron un soplo de su aliento.
El aire frío del invierno se lleva las hojas caídas de los árboles desprotegidos, dejándolos con todas las vergüenzas a la vista de los paseantes y sus miradas indiscretas. Nadie más desnudo que el árbol ensimismado, interiorizando los rigores de la estación inclemente que lo deja al arbitrio de una mirada compasiva y melancólica. Pasamos ante los árboles indefensos como ante nuestra propia vida, incapaces de entender qué nos ocurre, por qué esto es así y no es de otro modo. Todo el mundo parece dispuesto a juzgar y a lanzar sus improperios sobre la vida y sobre los demás, como el que escupe sobre el rostro de sus captores o de quienes ofenden su más íntima dignidad. De la actitud defensiva, antes de que alguien lance la piedra sobre nuestras cabezas o nos abofete el rostro, pasamos a la actitud ofensiva, al salivazo. No hay lugar para la mano tendida o la caricia. No lo hay para el abrazo, ni para el perdón o la misericordia.
El invierno es la tierra preparada y, bajo ella, la semilla dormida y dispuesta a germinar. Me quedo con el simbolismo del invierno y todo cuanto él me revela, pues es la voz que nos susurra al oído las verdades más altas de nuestra condición. El invierno es el crucificado, el eremita arrojado al desierto, el desterrado abocado al exilio y es el silencio, el vacío, la nada, el espacio por el que vagan los cuerpos estelares de los durmientes. De una manera o de otra, todos ivernamos y permanecemos a la espera, aguardando la llamada de los rayos de sol.
Miras los árboles desnudos y desamparados, expuestos a la intemperie, como tu corazón amortajado. Miras caer la tarde y en ella a los pájaros ateridos que vienen a buscar cobijo entre las ramas de los árboles de hoja perenne que aún resisten a las acometidas del frío glacial que los envuelve. Ves venir a las gentes como perrillos abandonados a su suerte, en busca de alguien que les regale una sonrisa o un gesto de ternura. Nos creamos la ilusión de ser felices por las migajas con que la vida en ocasiones nos regala. Y andamos a tientas entre las ruinas de una era terminal en la que, como el navío extraviado en la tormenta, vamos embarcados todos.

    
                                                                         José Antonio Sáez Fernández.



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