sábado, 7 de diciembre de 2013

REFLEXIÓN DEL DOCENTE.





Nunca me ha gustado hablar de mí o de mi familia a mis alumnos. En muy contadas ocasiones lo habré hecho. En una de ellas fue para decirles que mi padre llevaba cargas de tierra a lomos de una burra a una de las alfarerías de Albox, cuando contaba solamente 9 años de edad, y que lo hacía desde que se veían las primeras luces del alba hasta que el sol se ponía. No recuerdo bien cuánto me dijo que ganaba. Quizá pudiera ser una peseta, a cambio de diez viajes al día. A pesar de que tuvo que abandonar sus estudios a tan temprana edad, mi padre siguió leyendo e instruyéndose durante toda su vida y siempre tuvo curiosidad por cuanto le rodeaba, ansia de saber y de conocer. A sus hijos, que estudiaban y no eran malos estudiantes, les enseñó a conseguir las cosas con su esfuerzo, lo que significaba el valor del trabajo y lo que cuesta conseguir algo en la vida. Nada inhabitual en la mayor parte de las familias de entonces.
Les decía esto a mis alumnos para intentar hacer ver en ellos la gran suerte que habían tenido al nacer en días de mayor abundancia, tan alejados de aquellas precarias condiciones de vida en nuestro país. Entonces la necesidad apremiaba y la mayoría de los niños había de aportar un jornal a la familia. Afortunadamente, en la época de los ordenadores y los móviles, de la abundancia, el derroche y los caprichos, las nuevas generaciones pueden dedicar, sin graves dificultades, unos años claves de su vida a su formación, que es inversión en su futuro y en el de su país. Y para que supieran que, en la vida, sin voluntad, sin esfuerzo, sin sacrificio y sin constancia no se consigue nada. No siempre la realidad social nos depara los mejores ejemplos para defender lo que suscribo. ¡Y son tantos los que derrochan la oportunidad de oro que tienen entre sus manos! Es difícil hacer comprender esto a quien no lo ha vivido. Solemos valorar aquello que nos ha costado conseguir y, por el contrario, poco o nada valoramos aquello que ha sido conseguido sin esfuerzo. Entiendo así que las nuevas generaciones deben ser educadas en el valor de lo que se consigue con esfuerzo, porque de lo contrario estamos abocados al fracaso.
Los ordenadores y los móviles han cambiado el mundo y la vida de las gentes. Las nuevas generaciones no pueden pasar sin estos aparatos, ni entienden el mundo sin ellos. Es más: pasan sus horas y sus días detrás de ellos, para bien o para mal. Las nuevas tecnologías, las llamamos. No tengo nada contra ellas; es más: las uso en cuanto soy capaz. También yo, lo confieso, sufro de su dependencia. Sus ventajas están a la vista, pero también resulta obvio que han aparecido nuevos problemas, los cuales no siempre acertamos a solucionar, seguramente porque aún no conocemos la mejor forma de hacerles frente. Compruebo cada día lo difícil que resulta educar a nuestros adolescentes y temo seriamente por ellos, por su futuro. El hombre, la especie humana ha demostrado una capacidad de adaptación enorme a lo largo de la historia y, seguramente, el paso del tiempo llevará cada cosa a su lugar; si bien el vértigo con que se producen los cambios en nuestra sociedad no resulta propicio para que las generaciones mayores sean capaces de asimilarlos. A muchos, ese vértigo en los cambios nos va dejando a un lado. Las generaciones actuales, las nuevas generaciones de niños y adolescentes, necesitan educadores formados en conocimientos y valores para afrontar los nuevos tiempos que ya están aquí. Y aunque a día de hoy no logro ver del todo esa luz de esperanza que me haga confiar en que la tarea más hermosa que existe bajo el cielo: la de educar a las nuevas generaciones, es posible; confío en que acertaremos en dar los pasos adecuados para conseguir formar a jóvenes solidarios y capaces, de acuerdo con los grandes valores de libertad, justicia, tolerancia y respeto que puedan asegurarnos y asegurarles el futuro.

                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

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