lunes, 6 de junio de 2016

ESTUARIO DEL RÍO DE BARIA.




Si yo no hubiera nacido en una tierra seca y polvorienta,
y si yo no amara tanto a esta tierra seca y polvorienta,
si no la amara, digo, hasta la desesperación y el desgarro
me hubiera marchado de aquí hace ya mucho tiempo.
Pero ve que sigo en ella, agonizando día tras día
con esta tierra seca y polvorienta que no encuentra clemencia
bajo un cielo donde el sol abrasador ciega sus lágrimas,
sobre el subsuelo de un solar yermo y un vientre
con estrías que rompió aguas en el mar de Ulises.
No me he ido ya porque sé que a través de mis ojos
miran los ojos de un guerrero de Los Millares,
porque sé que a través de mis manos, el alfarero de El Argar
modela las cistas que han de servir en las inhumaciones
de hombres y mujeres cuyos restos yacen en posición fetal.
Lo sé porque he visto sus tumbas bajo el suelo de las casas
y he tenido entre mis dedos las copas con que han de brindar;
las vasijas que guardan el trigo y los cereales fosilizados
para alimento suyo, tras despertar al sueño de la muerte.
Conozco el cráneo de la diadema, ignoro si adornó
la frente del guerrero que la portaba, su falcata implacable;
mas poco importa ahora que mis ojos miren fijamente
a través del hueco de esos ojos que me siguen mirando.
Mi boca permanece muda por la tediosa indolencia
en que, al presente, veo desmoronarse el devenir
cansado de la antiquísima cultura de mi pueblo, 
de su glorioso y espléndido pasado, nunca disminuido,
por el cual me ensoberbezco y del que me vanaglorio
desde un presente que avergüenza por haberse situado
un tiempo sin tiempo, en una época de miseria moral
donde las lágrimas ya no pueden brotar, pues se extinguieron.
Soy el que recoge las cenizas de un reino de volcanes apagados
y quien toma en sus manos las ágatas de la tierra calcinada,
el que pinta los cérvidos sobre las paredes en la Cueva de los Letreros,
el que pule las hachas de piedra, el que trenza collares con las conchas
que recoge en las playas de dorada arena donde el mar espejea
al atardecer, cuando el sol se pone sobre sus ojos en ascuas,
tan cansado de vivir la agonía de un lugar sin nombre,
ese que tanto fatiga a este corazón atormentado.
Enterradme frente al mar en una tumba excavada en la loma,
como antaño en hipogeos lo hicieran mis antepasados fenicios,
junto a la desembocadura del río de Baria, porque son míos sus huesos.
Quemad vuestras ofrendas en mi nombre a los dioses protectores,
frente a la fábrica de salazón hoy sepultada, donde se muere el mar
al abrigo de vuestras calas, y recibid a las naves que llegan desde Tiro.


                                            José Antonio Sáez Fernández.



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