lunes, 22 de febrero de 2016

EL COLOR DEL INVIERNO.





   El cuerpo humano está programado genéticamente para su suicidio. El hombre nunca podrá ser inmortal. Físicamente llevamos en nosotros una fecha de caducidad desde el instante mismo de nuestra concepción. La vida en sí misma no es más que un proceso degenerativo que acaba en la muerte. Podremos alargar quizá el advenimiento de ese final, pero hemos de saber que inexorablemente llegará. ¿Para qué engañarnos? La vida es el plazo por vivir que nos damos, el tiempo que tenemos, el que nos va quedando, el que nos queda. Somos, pues, una antorcha que se quema, una tea que arde, materia combustible, pura llama. Mejor que esa llama alumbre mientras dura a cuantos nos rodean que no asfixiarla privándola del oxígeno que la alimenta.    No podríamos encontrar mejor ni mayor forma de hacerlo que dándonos, que entregándonos, que haciendo donación de cuanto somos a los demás. Vivir por y para los demás significa ser conscientes del desgaste que ello conlleva, pero es que la vida en sí misma es puro desgaste, puro desmigajamiento, puro deshacimiento. Desintegración en suma. No hay manera de recomponerse, pues estamos en verdad predestinados a ese desmoronamiento del vigor corporal, de los sentidos y los deseos, de la carne en su propia esencia y sustancia. Toda fuerza en nosotros es puro espejismo, toda lozanía y prestancia desembocan en las postrimerías de Valdés Leal.
   Pues bien: asumámoslo y decidámonos por vivir los días que nos tocan en suerte, que están contados y medidos, como nuestro tiempo. Nada debiera perturbar esa vocación de vida que tenemos los seres vivos. Todos estamos llamados a vivirla y ello debería presentarse ante nosotros con una completa y absoluta nitidez. Nada debiera estar tan claro, nada más rotundo y definitivo. Ni siquiera la muerte presenta esa claridad, esa nitidez, esa rotundidad con que se nos aparece la oportunidad de vivir el tiempo que se nos da. Pues vivimos en el puro riesgo y nuestro es sólo el instante en que nos ubicamos ante el mundo. Lo demás es fuego fatuo, azaroso y gratuito. No podemos retener el agua entre las manos ni el aire en la respiración porque no son nuestros. Sólo lo son en cuanto los poseemos fugazmente. Y esa fugacidad es seña de identidad nuestra y de nuestra condición. Siempre pasamos por allí, pero no vinimos a quedarnos. Ni siquiera pudimos sentarnos más de lo necesario, puesto que estábamos de visita.
   Sólo lo que amamos queda escrito en letras de fuego y gravado sobre la carne perecedera y los huesos que amaron. Sólo lo que amamos y a quienes dimos el amor que nos cupo. Somos seres que aman y que si no amasen no entenderían por qué endemoniado acertijo los trajo a este mundo el azar. 


                                                                        José Antonio Sáez Fernández. 



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