sábado, 18 de abril de 2015

NO REVELA SU NOMBRE.






Una tierra sin historia o a la que le negaron su historia.
Una tierra sobre la que cayó la larga noche de los tiempos
y se prolongó inmisericorde hasta rayar el alba iluminada.
Una tierra cuyos hijos no supieron más que de emigración y exilios.
Una tierra de gentes acogedoras que compartieron su pobreza.
Una tierra de hombres nobles y dignos, inocentes en su condena.
Una tierra donde no se pone el sol y el mar nunca declina.
Una tierra donde la luz es un estigma que encandila los ojos.
Una tierra donde el sudor riega las dunas y alfombra el desierto.
Una tierra que da frutos minerales extraídos de la arena.
Una tierra que sabe demasiado de maletas abultadas
y de gentes que cargan con ellas, como con un madero,
por los trenes del mundo, en todas las estaciones de la noche.
Una tierra cuyos hombres protegen su cabeza y visten trajes de pana.
Una tierra de cartas enviadas con burdos trazos de letra temblorosa
y mujeres de luto que las leen con lágrimas en los ojos,
sus rostros agrietados y sus manos ajadas, su piel de barro,
heridas por el sol, el trabajo inclemente y la pobreza.
Una tierra que es un nicho encalado, un muro encalado, una casa encalada.
Una tierra o un racimo de uvas, o un puerto de mar, o una fortaleza.
Una tierra que no es para aferrarse a ella con las garras del tigre,
a pesar de que quienes allí habitan lo vengan repitiendo desde su origen
como sísifos condenados a dejar rodar la piedra y volver a empujarla.
Una tierra a la que se ama desesperadamente en su desamparo
y se lucha por ella al logro de unos dátiles, o si no, se abandona a su suerte.
Una tierra o una mesa sobriamente abastecida que a nadie niega sus viandas
y una casa donde se viene a servir y no a ser servido.
Una tierra que es una llama o una antorcha, dispuesta a acoger en su seno
a cuantos quieren abrazarse a ella, revolcarse enloquecidamente en ella,
besar su piel rugosa y agrietada, alentar por su boca exhausta
bajo un sol que calcina el aire y extenúa el vuelo de los pájaros.
Una tierra de gentes hechas para el abrazo y la comunión de las espigas.
Una tierra para vivir, o tal vez para morir al sol que venera las sierras
y hace vibrar las olas en las playas donde las muchachas doran sus cuerpos
extendidos sobre la cálida arena regada por la espuma.
Una tierra de sol ardiente y de titanes, de hoces y de templos antiguos
donde realizar ofrendas frente al mar que le entrega sus dones.
Una tierra de luz y cal y piel desnuda. Un sudario o una mortaja.
El espejo en que se reflejan las aguas de una mansa bahía.

                                      José Antonio Sáez Fernández.




No hay comentarios:

Publicar un comentario