jueves, 30 de enero de 2014

EXTRAÑOS EN EL PARAÍSO.





En aquel tiempo subió Zarathustra a lo alto de la montaña y comenzó a hablar a la muchedumbre que aguardaba. Así decían las palabras que salieron de sus labios:

-Algo nos está ocurriendo. Nunca el hombre se convirtió en un ser tan extraño para sí mismo y para sus semejantes como hoy. Vivimos como vecinos que se ignoran, como huéspedes que no reparan en los demás, como desconocidos que se cruzan a diario y no se reconocen. De espaldas a nosotros mismos. De espaldas a los demás, aun mirándonos cara a cara. Algo nos están ocurriendo a pesar de internet, de facebook y de twitter, de los teléfonos móviles y del whatsapp. Nunca tuvimos tantas oportunidades para comunicarnos y nunca nos sentimos más solos que ahora. Nos falta el calor de mirar a los ojos, de abrazarnos a un cuerpo, de reir, de llorar, de emocionarnos y de gritarnos a la cara el vacío de nuestras vidas, el sinsentido de la rutina diaria que nos acongoja. Tenemos trabajos alienantes que no nos dignifican por salarios de miseria con los que apenas logramos satisfacer las más inmediatas necesidades y unos pocos se empeñan en hacer imposible la vida a los demás. Nos hemos quedado solos a pesar de estar rodeados de gente y de inventos que sólo han servido para aislarnos en una realidad que nos angustia. Alguien mueve los hilos de esta comedia, nos maneja y nos conduce hacia donde están sus intereses inconfesables. Y allá vamos todos, en manada y en tropel, ignorantes de que el apetitoso bocado era sólo una trampa en la que caer envenenados. Miramos a nuestro alrededor y sólo vemos seres huecos deambulando por las calles como náufragos a la deriva de sus teléfonos móviles. La desconfianza ha crecido hasta hacerse abismo entre nosotros, el recelo se expande como la mala hierba en el corazón de los hombres. Nadie conoce a nadie. Nadie confía en nadie. Ni siquiera el amor dura ya para siempre. Entre hombre y mujer se ha cavado una fosa insalvable, de modo que en ocasionales encuentros se resuelve la instintiva necesidad del otro. Imposible la convivencia. Dos son multitud. Se acrecienta la soledad y el yermo en las almas como el que tiene ante sí un mar que le resulta inabarcable. Quizás resten unas pequeñas islas y seamos capaces de regenerar la especie, pues no somos sino naves a la deriva. Del presente que nos asiste, no podemos esperar sino el cataclismo, la devacle, la brutal sacudida que despierte las mentes y las haga salir del sopor en que se hallan inmersas.

Una vez dicho esto, no quiso decir nada más y se retiró en soledad a un extremo de la montaña. Allí parecía meditar. Alzaba los ojos al cielo y su rostro iluminado reflejaba serenidad y templanza. Luego vimos correr lágrimas por sus mejillas y le preguntamos:
- ¿Por qué lloras, maestro?
- Lloro por mí y lloro por vosotros, -dijo-, porque no tengo respuestas para aliviar el dolor del mundo. Enmudeció y nos pidió que respetáramos su silencio.


                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.

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