Hermosa tierra mía, tantas
veces difunta,
¡cómo no habría de amar tu refugio
hasta envolver tu cuerpo en un sudario
y con la blanca espuma que corona
las olas que abrazaban tu
cintura
en un batir constante de
vainicas!
En tus playas de doradas arenas
donde van a morir los
hipocampos,
entre límpidas aguas
relinchando;
mi cuerpo, nudo, baño y me
sumerjo
en la fría corriente que me
arrastra
hasta el fondo de corales
marinos.
Me has de partir el alma en
mil pedazos
y no sabré vivir si no es
pisando
el rojo de tu sangre coagulada,
donde glaucas pupilas de
jinetes oscuros
vienen a coronar la cresta de las
dunas
o el fino polvo de oro que
deslumbra
la cegadora luz del mediodía.
¿A qué dios menor oran las
pitas implorando
el perdón del águila que
devora
el firmamento donde
arde el esparto?
Minas que son bostezos
de la tierra sedienta
como bocas famélicas masticando
la plata,
el mineral de yeso, el alumbre
y el plomo,
el hierro con que tañer las falcatas
o bebiendo la ciega luz del
día
en cálices forjados con oro de
las minas;
traslúcidos racimos en uvas
apiñados
que mima el Andarax y, por
Ohanes,
alivian mi boca con el azúcar
del anhelado néctar que es
delicia;
labios de dátiles que en las
palmeras
maduraréis bajo el sol del
desierto;
naranjas que, entre azahares,
ceñís
las plateadas sienes de la
novia,
cuyos sueños de amores se
columpian
en el azul turquesa de las
aguas:
acudid en favor del almeriense
inerme, aquel que su rostro
protege
bajo el ala del pájaro que se mira en sus ojos
y al raso vuela en el erial cercano.
José Antonio Sáez
Fernández