jueves, 25 de septiembre de 2025

LA CAJA DE PANDORA.

 




Abrieron la Caja de Pandora, donde estaban encerrados todos los diablos, y de ella salieron apresurados, expandiéndose por el mundo, viniendo a gobernarlo, los ángeles caídos. El caos se cernió sobre la tierra y las gentes vagaban perdidas de un lugar a otro, arrastrando las escasas pertenencias que poseían. Era la caravana interminable de los desposeídos del reino, enviados al exilio, los sin patria en disciplinada formación o en hileras de hormigas, como en las desbandadas o en las históricas expulsiones étnicas realizadas por los monarcas de tiránicos estados. Debió de ser el año de la hégira cuando la humanidad se echó a los caminos en busca de las orillas de un mar donde embarcarse hacia ninguna parte. Se decía que el Juicio Final estaba cerca y, por consiguiente, el final de los tiempos, donde el Salvador vendría a juzgar a vivos y a muertos. Todo el orbe terráqueo se estremecía bajo el fragor de las bombas, y los aviones de combate surcaban el cielo con un ruido aterrador, mientras los edificios de las ciudades se desplomaban como castillos de arena bajo el acoso de las olas. Ancianos de andar pausado y melancólico, mujeres con niños en los brazos que lloraban hambrientos, varones que cargaban sobre sus hombros enormes fardos de miseria, carros y cabalgaduras que penosamente se alineaban en aquel interminable éxodo de los inocentes.




Como el ratón en la ratonera o el ave en su jaula, como el perseguido y el acorralado, como al que nada queda y siente su vida amenazada, marchaba la caravana de los vencidos por la carretera que se prolongaba paralelamente a la orilla del mar. Debía de ser el Día de la Ira o la llegada del Apocalipsis en que los cinco jinetes expandirían su maldición por la superficie de la tierra. ¿Hacia dónde se dirigían aquellas gentes de largas túnicas, los ancianos con báculos en sus rugosas manos encallecidas y de crispados dedos artríticos, sin apenas fuerza para sostenerse en pie, las mujeres con las ubres exprimidas, sin un sorbo de leche para sus hijos paridos con dolor y los hombres con el pecho despejado y dispuesto para recibir la metralla?




Lejos quedaba la Tierra Prometida anunciada por los profetas a los padres de sus padres y, más lejos aún, el becerro de oro al que adoraron, el temor del dios de que adjuraron. Se había completado el círculo, se acababa la historia como se cierran las tapas de un empolvado y voluminoso libro. Lo que pasó desde entonces no he contarlo yo, que solo doy testimonio del final del género humano en los días de hierro que asolaron la tierra. Lo que aconteció después, si lo hubo, has de contarlo tú, pues yo lo desconozco.

 

                                                  José Antonio Sáez Fernández.

 


lunes, 22 de septiembre de 2025

DELIRIOS DEL FUNAMBULISTA.

 




Heme aquí, a pecho abierto, manando tal si fuente, como el pelícano en épocas de extenuante sequía, para dar de beber a sus polluelos. Heme aquí, desvencijado, dispuesto a abandonarme a la corriente del río que nos lleva. El que extiende sus brazos al borde del abismo y se asoma a él para sentir el vértigo, mientras recibe en el rostro el aire que lo alerta. Ese hondero del alba que lanza la piedra al eco y el eco le devuelve la hendidura de la piedra contra las nubes que pasan. Aquel, miradlo, que se empina la botella y quiere beberse la vida en solo un trago o el niño de la calle que necesita esnifar pegamento en la bolsa inflada que le ofrecen los que con él no existen ni cuentan para nada, expuestos a la redada policial que los hace desaparecer de un día para otro. 





Los que buscan en los vertederos de basura algo que llevarse a la boca: tal los restos de frutas podridas que, veo, se reparten entre varios. Los que remueven la basura y buscan en ella algo que puedan vender por unos míseros centavos con que puedan comer algo sus hermanos. Quienes duermen al raso de la noche su bendita inocencia asistidos por los ángeles que velan el sueño de los niños, todos apiñados para darse calor unos a otros o contagiarse la miseria que los abruma.






Heme aquí, el desarmado, el desnortado, el silenciado, el apagado, el desprovisto y el sin rumbo. Todos van conmigo y no son sino uno solo que baila sobre la cuerda floja: el funambulista y el trapecista. El equilibrista y el que hace juegos malabares para sobrevivir en un mundo ajeno a la ilusión y al encantamiento, a la sorpresa y al asombro, al misterio, a lo recóndito y a lo secreto. ¡Con qué gracia y determinación aprende cada día las cosas más inútiles, movido por la curiosidad, este ser casi ínfimo que remueve la casa entera, se adentra en los cajones y desparrama por el suelo lo que alguien había ordenado con tanto empeño! Es el torpe, el estúpido, el simplón, el embobado al que le cae un hilo de baba por la boca abierta hasta el mentón. Ese que ascendió al cielo el día en que le abrieron los ojos y le hicieron despertar a lo que ellos entendían por realidad. Fue entonces cuando comenzaron sus días de gloria.

 

                                             José Antonio Sáez Fernández.





jueves, 18 de septiembre de 2025

CRISPADOS Y POLARIZADOS

 




Quien polariza, quien estigmatiza al otro, sesga y divide, fragmenta y rompe la convivencia. Quien polariza es un pirómano que no puede, ni sabe, ni quiere responsabilizarse de las consecuencias de sus palabras y de sus actos. Es un incendiario inconsciente, un resentido que una vez dominado por la rabia y el odio, no cesará hasta provocar la desgracia. Y es que, en ambientes sociales de polarización, la mecha está dispuesta y preparada para ser encendida por mentes desequilibradas, fanatizadas o desprovistas de capacidad crítica, más propensas al desafuero o al estallido social que a otra cosa. Quien polariza y divide, escinde, invita e instiga a la ruptura de la convivencia. Dios nos libre de exaltados y desafectos, de resentidos e inconscientes que polarizan y levantan muros imposibles de superar por los otros. Digamos que sí a quien construye puentes, a quien supera obstáculos y crea condiciones para el respeto y la tolerancia, para la concordia y la comunión a través de acuerdos que propician la prosperidad y la dignidad a los pueblos. Esos, y no otros, son los líderes que necesitamos.




La polarización es, pues, una quiebra de la convivencia, es una escisión que se produce por donde ya se habían soldado o estaban soldándose las diferencias entre unos y otros, con lo que difícilmente podrá producirse una segunda soldadura o sanación, si no es tras una amarga secuencia histórica de catástrofe. Y es una nueva ruptura que manifiesta la torpeza del intelecto humano y su menguada capacidad para vivir en comunidad. Es el rechazo del otro por la imposibilidad de acordar y perdonar por parte de las mentes ensoberbecidas, por la inútil cabezonería y la tozudez que a nada conducen e impiden el progreso de la negoción y el acuerdo justo y sincero. La torpeza y la imbecilidad humanas son proverbiales y ello conduce a los hombres a caer, en distintas épocas u ocasiones, en los mismos errores. ¿Dónde la inteligencia? ¿Para qué la visceralidad y la revancha?




Los gobernantes del mundo actual están conduciendo a la humanidad hacia posiciones de vértigo que no presagian nada bueno. Los medios de comunicación propician, como ellos, la polarización de la sociedad. Las redes sociales colaboran en la difusión de esos postulados a través de ideologías extremistas, en individuos carentes del más mínimo sentido de la moderación y del bien común. Sé discreto en el hablar y en el manifestarte: no vayas a contribuir tú también a una polarización de consecuencias incontrolables. Fomenta, sí, la fraternidad y la concordia. Porque otra convivencia es posible.

 

                                                          José Antonio Sáez Fernández.


domingo, 14 de septiembre de 2025

EXALTACIÓN DE LA CRUZ

 



Necesitaron escaleras para subir a la Cruz e iniciar el descendimiento. José de Arimatea y Nicodemo, dos hombres piadosos y compasivos, desprendieron los clavos de sus manos, mientras a sus pies lloraban desconsoladas las Santas Mujeres: su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás y María Magdalena. No lejos de allí, el Discípulo Amado, Juan: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre”.

La Cruz es el símbolo por antonomasia que ha identificado a los seguidores de Jesucristo a lo largo de los siglos, como en menor medida puedan haberlo sido los panes y los peces. Mas, resulta un signo trascendente mediante el cual se nos muestra lo que ha de ser la travesía de los seres humanos por este mundo y que comprende sacrificio, dolor, resistencia, esfuerzo, incomprensión, ignorancia de los otros… pero también representa el supremo acto de amor: “Nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos”; y también de solidaridad, de compasión, de perdón: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. La Cruz nos enseña que, si el grano trigo o de mostaza no cae a tierra y se pudre, no puede dar el ciento por uno o convertirse en un gran árbol cuyas ramas vengan a dar sombra en el bochorno y la fatiga a los caminantes, hallen refugio los pájaros y construyan sus nidos al albur de los días de primavera en que se abren a la luz del sol, resucitando a la vida toda. La Cruz no tiene sentido, sino porque tras ella ha de venir la resurrección y la vida, como dijo el Maestro. He aquí, pues, la suprema paradoja: ésa de que hayan de ser necesarios el propio sacrificio y la propia inmolación para alcanzar el Bien Máximo.

Yo miro a la Cruz y veo el rostro inclinado del Cristo con los brazos abiertos y los pies cruzados, sangrantes por las heridas de los clavos, y tras él veo los rostros del africano que cruza el Estrecho de Gibraltar o el océano Atlántico, arriesgando su vida o perdiéndola definitivamente en la sepultura de las frías aguas insondables. Y veo a los “espaldas mojadas” de distintos países latinoamericanos que cruzan el río Bravo, frontera de Méjico con los Estados Unidos, para ser deportados después de su captura. Veo al niño sin pies en la franja de Gaza, a la niña sin brazos, al pequeño hambriento de vientre hinchado de cualquier país de África, al país invadido y borrado del mapa, a los garimpeiros o buscadores de oro en la Amazonía, que trabajan en condiciones de semi esclavitud, a los que buscan afanosamente los diamantes de la codicia en las minas del Congo por salarios de miseria, a los enfermos incurables, a los presos, a las mujeres maltratadas, a los ancianos en soledad y abandono, a los discapacitados y a las madres que parieron con dolor el fruto de su vientre y lo contemplan con lágrimas en los ojos, al joven soldado que da la vida por defender a su patria en una guerra que no entiende y así en la larga letanía de los exiliados, de los desterrados, de los desposeídos de un reino que bien pudiera ser de este mundo, de los maltratados por la fortuna, la insolidaridad y la injusticia en demasiados lugares del planeta. Toda esta caravana del dolor está colgada de la Cruz del Cristo yacente y ella nos marca el camino a los demás. Yo no veo al alzado en la Cruz como a un Cristo triunfante, que es el resucitado, sí como a un Cristo íntimo y revelador e, igualmente, como al credo más firme y la promesa más sólida de esperanza para los que son ungidos en el bautismo con el óleo sagrado que, con los dedos, marca el signo de la Cruz sobre la frente y en el pecho.

   La cruz, nuestra cruz, la cruz de todos, ha de llevarse personalmente de forma inevitable; pero he aquí que una cruz también requiere la solidaridad de un cirineo que ayude a llevarla cuando su peso es atroz. El mismo Cristo lo necesitó, como recibió igualmente el consuelo del ángel que lo reconfortó en su oración del Huerto. Así nosotros recibimos fortaleza, consuelo y esperanza para llevar la nuestra, auxiliados por una fuerza interior inexplicable o por nuestros semejantes, ya sean profesionales o no, que están llamados a socorrernos en esa Vía Dolorosa por donde ha de transcurrir nuestro Camino del Calvario. Feliz quien ayuda a otro a llevar su cruz.

 

                                                     José Antonio Sáez Fernández.



martes, 2 de septiembre de 2025

POEMA DE ALMERÍA

 



 

Hermosa tierra mía, tantas veces dormida,         

¡cómo no habría de amar tu refugio                    

hasta envolver tu cuerpo en un sudario              

y con la blanca espuma que corona                     

las olas abrazando tu cintura                         

en un batir constante de vainicas!                        

En tus playas de doradas arenas                         

donde van a morir los hipocampos,                     

entre límpidas aguas relinchando;                         

mi cuerpo, nudo, baño y me sumerjo                     

en la fría corriente que me arrastra                       

hasta un fondo de corales marinos.                          

Me has de partir el alma en mil pedazos 

y no sabré vivir si no es pisando 

en rojo tu sangre coagulada,

donde glaucas pupilas de jinetes oscuros 

vienen a coronar la cresta de las dunas

o el fino polvo de oro que deslumbra 

la cegadora luz del mediodía.

¿A qué dios menor oran las pitas implorando 

el perdón del águila que devora 

el firmamento donde arde el esparto?           

Minas que son bostezos de la tierra sedienta 

como bocas famélicas masticando la plata,  

el mineral de yeso, el alumbre y el plomo,

el hierro con que tañer las espuelas

o bebiendo la ciega luz del día

en cálices forjados con oro de las minas;

traslúcidos racimos en uvas apiñados 

que mima el Andarax y, por Ohanes,

alivian mi boca con el azúcar 

del anhelado néctar que es delicia; 

labios de dátiles que en las palmeras 

maduraréis bajo el sol del desierto; 

naranjas que, entre azahares, ceñís 

las plateadas sienes de la novia,  

cuyos sueños de amores se columpian  

en el azul turquesa de las aguas: 

acudid en favor del almeriense 

inerme, aquel que su rostro protege 

bajo el ala del pájaro que se mira en sus ojos

y al raso vuela en el erial cercano. 

 

                             José Antonio Sáez Fernández