domingo, 13 de septiembre de 2015

TARDES DE DOMINGO.




   Las tardes de domingo fueron siempre el anuncio de un lunes. Por ellas vaga la melancolía de aquel niño de once años que fuera ingresado en un internado. Eran tardes de andar arrastrando la melancolía, recorriendo en soledad los largos y encalados pasillos de elevados techos en el recinto cerrado, cuyos arcos daban a un fresco patio adornado con macetas y a cielo abierto, un cielo que ahora bien pudiera ser plomizo. En las tardes de otoño caía el aguacero y las plantas del patio se alzaban vigorosas, sus hojas lozanas se movían al compás de la brisa y la humedad comenzaba a parecer tan molesta como impertinente. El niño deambula por los umbríos pasillos del añoso edificio cuya jadeante respiración adivinaba, se asoma a los arcos y depara finalmente en los empedrados patios que le permiten alzar la vista y atisbar el cielo, percibir el sonido del agua que bulle de una fuentecilla y el vuelo de algunas aves que se acercan a ella para beber, posándose en la piedra reverdecida por el musgo. Fugaz la visión de los pájaros que rompen la monotonía en la tarde silenciosa para, en seguida, perderse de nuevo remontando los altos muros de los claustros o la altiva espadaña del ciprés que los preside.
   En uno de aquellos patios del internado se arremolinan, formando filas, los internos para recibir su ración de merienda-cena, la cual reparten con diligencia las cocineras, ataviadas de blanco mandil. Algunos vuelven a entrar en la fila para tomar doble ración, sin ser advertidos por ellas, y devoran con fruición el pan y la tortilla de patatas que muerden con verdadero deleite. Luego, la chiquillería se esparce por los patios de recreo del internado, a cuyo frente la mirada viene a toparse con la inmensa pared que le sirve para jugar al frontón; patios de tierra donde es posible pasar las últimas horas del domingo jugando al balón, a las chapas, al tejo, a los santos o a las bolas, constituyendo círculos de 5 a 10 chiquillos. 
   Pero aquél que antes dije es el solitario y no deja de vagar por los pasillos. A vuelta de ellos se da de frente con la larga y oscura sotana del director, un sacerdote de ascendencia granadina cuya presencia tanto impone a los internos. El clérigo cruza con él unas palabras y advierte su soledad, mas no se refiere a ella sino a la obligación de haber preparado las materias para el día siguiente. Cuando habla, su boca entreabierta deja ver el vacío del diente que le falta. No se detiene apenas y prosigue su andadura rasgando el aire con su imponente presencia. El chico no sabe sino de su tristeza y de la melancolía que le embarga en las desoladas tardes de los domingos adivinando que, fuera de aquel altivo edificio, cuya edad rondaba las cinco centurias, había otra vida que el adivina feliz y en libertad, al calor de los suyos, de donde nunca hubieran debido apartarle para conducirle allí, donde le decían, llegaría a ser alguien.


                                                                                           José Antonio Sáez Fernández.


1 comentario: