lunes, 21 de septiembre de 2015

LAS CENIZAS DE LOS DIOSES.


(Fotografía de Gervasio Sáchez)



   Toda vida es naufragio. ¿Cómo si no llamar a ese desgaste de la prestancia corporal de la juventud, a ese mermar de facultades, a ese ir dejando atrás las personas y las cosas que un día formaron parte de nuestra vida, a los seres queridos a quienes perdimos, a ese escepticismo y desengaño que el vivir conlleva? La vida es una continua pérdida, una merma perpetua que nos va dejando en los puros huesos, desnudos y en cueros ante la muerte. Decidme si no por qué abandonamos aquellos lugares en donde nuestros ojos se hicieron a la luz y nos marchamos en busca de otros extraños para reiniciar la vida, si siempre llevamos en la retina aquella luz primera, aquel rostro amoroso de nuestra madre, los paisajes y olores que nos envolvieron en nuestra infancia y que retuvimos para siempre en nuestra memoria... 
   No dejamos de ser supervivientes en busca de la patria perdida. Somos lo que fuimos en nuestra infancia porque ella es el hilo que nos ata a la ternura, a la inocencia, al poder del asombro y la curiosidad innatas, a los juegos en que fuimos felices, al amor y al desamor, a la amistad y el engaño. Somos como los árboles: echamos raíces y, cuando abandonamos el solar en que nacimos, podemos arraigar de nuevo en otros lugares, pero ya nada será lo mismo. Nos convertimos en apátridas que sueñan con una patria imposible, con el imposible regreso al paraíso perdido.
   Los seres humanos somos como balandros a la deriva, los perdedores, los que arrojan la toalla en el combate porque no tienen posibilidad alguna frente al dolor y la muerte, frente al paso del tiempo. ¡Ay de los vencidos por el tiempo! Dejamos de vivir para transformarnos en supervivientes temporalmente el día en que fuimos conscientes del dolor, de la maldad, de la traición, del egoísmo y las ausencias. Sólo la inocencia, el candor, la ignorancia nos mantenían perdurablemente felices. Debió de ser como un abrir los ojos y darnos cuenta de que estábamos desnudos en medio del Paraíso, como caer en la cuenta de que andábamos desnudos para sentir vergüenza, como si una venda o unas escamas se nos cayeran de los ojos para ser conscientes de que habíamos perdido la inocencia. Somos los eternos huérfanos que deambulan en la noche buscándose perpetuamente a sí mismos sin encontrarse nunca. Esa bien pudiera ser nuestra condición. Ese quizá pudiera ser nuestro destino: el de los errantes sin patria, el de los que van de un lugar a otro sin tomar asiento en ninguna parte, los desasosegados.


                                                              José Antonio Sáez Fernández.




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