jueves, 19 de junio de 2014

EN DÍAS DE DELIRIO.




(Fotografía de Sebastiao Salgado).



Veréis, amigos: Uno empieza a morir
cuando va perdiendo el contacto con las cosas
y deja de interesarse por el mundo que le rodea,
cuando los sentidos pierden agudeza
y se van cerrando las puertas a lo externo
para configurar el espacio interior del individuo.

Uno sabe que ha emprendido el final del trayecto
cuando siente crecer dentro de él las alas
que le hacen remontarse por encima de la vanidad
y la miseria humanas, cuando sabe escuchar
y entender al que habla, cuando aprende a callar
y medita en silencio lo que la lucidez depara.

Uno aprende a morir y nunca está dispuesto
para aceptar la muerte por ese antagonismo
que hay entre el vivir y el morir, de una parte,
y el instinto innato que tira de nosotros.

Uno sabe que ha de morir cuando renuncia
al amor y a ser amado, porque sólo el amor vivifica.

Entonces, creedme, uno empieza a entenderse
con la vida y parece como sumido en transparencia,
se es más indulgente con la debilidad ajena
y no se intenta cambiar lo que no ha de poderse,
porque entre lo posible sólo está salvar los muebles.

A estas alturas, uno no intenta nada,
ni desea cambiar el mundo ni arreglar los desmanes,
sólo se mira a sí mismo y entiende la torpeza,
la necedad, la ambición o la falta de juicio;
se vuelve tolerante y presencia, apenado,
la deriva a que conduce la sinrazón del otro.

Uno sabe que ha de morir cuando entiende,
como incomunicable, la verdad que le asiste 
y todo dentro de él se vuelve en sí diáfano,
con la dulce quietud de una inmensa derrota.


                               José Antonio Sáez Fernández.

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