domingo, 11 de mayo de 2014

BUQUES A LA DERIVA.





Todo sucedió demasiado rápido. Aquel día el cielo se volvió de un plúmbeo aterrador. Había anochecido en pleno día y los presagios no auguraban nada bueno. Se avecinaba una tormenta y los pájaros habían acudido en masa a guarecerse bajo las ramas de los árboles, en las cornisas de los edificios y bajo los aleros de los tejados. Pequeñas gotas caían en el inicio y a poco se fueron haciendo más y más gruesas, más y más rápidas, más y más intensas. Los rayos cruzaban el firmamento de uno a otro lado y el estruendo del trueno ensordecía. Las ancianas se encomendaban a santa Bárbara y hacían la señal de la cruz sobre la frente, sobre la cara y sobre el pecho, viniendo a besar los dedos con los que habían trazado el signo y el símbolo de su fe. Cuando el agua comenzó a subir y se colaba ya por debajo de las puertas se puso en pie de guerra contra el sitio a que había sido sometida la casa y con telas y otros enseres acudía con prisa a empapar y recoger el líquido terroso que se colaba por rendijas y holguras.
- ¡El sótano! -pensó entonces-. Allí tenía buena parte de las cosas que amaba: sus libros guardados en cajas ordenadas en los estantes, aquellos que ya no podía colocar en la casa por falta de espacio. Nunca pensó que el agua pudiera subir tanto hasta alcanzar las cajas de los libros y decidió dar una guerra sin cuartel a la invasora. En un principio subía las cajas colocadas en las bandejas inferiores de las estanterías, las que pegaban al suelo, y las ubicaba en los huecos superiores de las mismas, incluso unas sobre otras. Pero el agua seguía subiendo. Llenaba los cubos de aquel agua turbia y los arrojaba al exterior de la vivienda con persistencia y ahínco, pero el agua seguía subiendo y ya comenzaba a llegar a los estantes donde había colocado sus amados libros. Algunos podían verse ahora empapados por la humedad penetrante. A poco otros navegaban a la deriva como barcos sin rumbo por la superficie y, entendiendo que debía salir de allí, una vez comprobado que con sus solas fuerzas no podría ganar la batalla al agua invasora, decidió abandonar por el momento la lucha y esperar a que la tormenta amainase, sintiéndose derrotado por ella.
Cuando cesó la lluvia y el arco iris cernía su bella gama de colores sobre un cielo aliviado de su carga, miró al exterior de la casa y pudo comprobar que la tormenta había causado grandes quebrantos en el arbolado y en las plantas. Pero su mente estaba en el sótano donde habían quedado sus amados libros, aquellos en los que había aprendido a descubrir la belleza y la maldad del mundo. Entonces acudió a unos vecinos para que le prestaran una bomba con la que poder sacar toda el agua que había entrado en el sótano, la cual, una vez instalada comenzó a vomitar al exterior aquella mezcla de barro y desechos vegetales, pero hubieron de pasar varias horas hasta que pudo bajar al sótano. La visión fue desoladora. No se había salvado nada. Los libros, sus libros, habían quedado heridos de muerte, irrecuperables. Allí Virgilio y Horario y Séneca y Dante y Cervantes y Quevedo y Galdós y García Márquez... yacían desangrándose en el lodazal. Entonces comprendió que algo muy importante de su ser había muerto ese día entre aquellos libros cuyo cadáver acunaba en sus manos, con una gran congoja en el corazón. Al menos, como don Quijote, había luchado contra los molinos y había sido vapuleado por sus aspas.


                                                                                            José Antonio Sáez Fernández.



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