miércoles, 16 de abril de 2014

PIEDRA RODANTE.





Soy el llamado. Voy a quien me invita hacia sí. Descalzo mis pies porque es sagrada la tierra que piso. Alguien susurra. Escucho su melodiosa voz tras la cascada del río en que naufrago. El agua allí se derrama y yo caigo con ella como se vierte la concha de nácar sobre la cabeza del neófito. Soy el neonato, pues he resucitado al agua y al espíritu. Mi ser es cíclico, como mi existencia. Soy el eterno retorno, Sísifo que lanza la redonda piedra desde lo alto de la montaña y baja luego a por ella para devolverla a la cumbre y, de nuevo, desde allí, arrojarla. Así, en la eternidad, eres el infinito. Abrásame la lengua con tu dedo de fuego para que pueda decir a los hombres las palabras quemantes de los dioses. Pon en mi boca tu verbo ardiente y sea yo antorcha que alumbra en la noche del alma. Heme desnudo y apasionado, sólo abierto a ti como se abre la flor a la luz del sol y recibe en su seno los rayos que la hacen fecunda y perfumada. Exhalo para ti el más dulce aroma. No derramaré el incienso ni la mirra sobre el ara de los sacrificios que te fueran tan gratos. Dime quién eres, tú que así me convocas y de tal forma subyugas a quienes, aleatoriamente, has elegido. Fuera yo tras de ti sin remisión alguna, como marcha atraído el cordero tras las ubres hinchadas de la recién parida. En alerta pongo mis oídos por si acaso recibo una señal que me conforte en este alejamiento en que me duelo. ¡Ah del espacio iluminado! ¿No hay nadie ahí?
Ha llegado la noche. Se cierne la oscuridad sobre mis ojos y no hallo los tuyos en esta soledad envolvente que es cárcel y ausencia. En vano te busco tras los silencios del bosque, en el cristal del aire o en el ciervo que escapa a mi vista entre los matorrales, tras de las peñas por donde brinca en su huida. Revélate a mí, presencia que intuyo, voz interior que convoca al convivium. Pues descalcé mis pies y abro mis manos hacia ti para recibirte en el abrazo que me has revelado. Soy el que se bate en la tinieblas y renuncia a ellas, el que huye hacia ti sin detenerse en las colmenas para gustar de la miel que es su promesa; colmenero tú, que me cautivas. Despertaste en mí, en inicio, la curiosidad inocente y me dejaste sumido en gran desasosiego. Me hiciste para ti como la alta enredadera se hizo para la luz. En tu vacío me adentro tal si fueras un claustro materno y voy en la marea de las rizadas olas envolventes. Te extiendes sobre mí como la arena sobre la playa y yo me prolongo en ti. Te me derramas y me unjo con el óleo perfumado. Ve que somos uno, pues me hiciste a imagen y semejanza tuya.


                                                                                            José Antonio Sáez Fernández.



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