miércoles, 9 de abril de 2014

MEDITACIÓN.






En aquellos días subió el solitario a la montaña para meditar en soledad. El sol quemaba su rostro, pero él ascendía movido por una fuerza extraña que parecía provenir de la cima desde la que casi podía tocar las nubes y, ya en ellas, saltar hasta el mismo cielo en que ocultarse como nuevo sol renacido de la carne. Para llegar a la cumbre hubo de herirse las manos y los pies con los guijarros. En la ascensión notaba el viento sobre la cara y un frío helador le golpeaba el rostro sin piedad. Mas cuando estuvo allí, se consolaba del esfuerzo realizado y se dijo para sí que el dolor había merecido la pena, todo el dolor, pues lejos quedaban las heridas del alma y más lejos los hombres con sus ambiciones y sus miserias. 
- Somos un montoncito de miseria" -susurra el que aspiraba a sentir en su pecho el consuelo de quien extiende sus brazos hacia el infinito y espera ser acogido en el seno de un dios compasivo, casi tan extraviado como su criatura misma. Caía la tarde y el sol se ocultaba ya como una fruta de oro o un jarro de sangre vertida sobre un lienzo a la deriva del firmamento en ascuas que le saliese al frente. Su corazón flotaba con los pájaros últimos, con las hojas que se lleva el aire, con las plumas perdidas de algún ave en las garras del halcón peregrino, con los lamentos de las muchachas que ven marchitarse sus sueños tras el cristal del tiempo, con los arrojados, con los vetados, con los perseguidos, con los exiliados, con los malnutridos y los expoliados. Toda una caravana de plegarias y silencios en la altiplanicie que acerca a los hombres a un espacio habitado por dioses enmudecidos. 
   Siendo de anochecida, se tendió sobre la tierra, entre los escasos arbustos de la devastación y, cara al cielo, contemplaba las nubes cercanas que parecían invitarlo a ir hacia ellas: "Ven, ven con nosotras -le decían-, pero él no podía moverse; apenas si le era permitida una mueca en los labios resecos, apretar los puños impotentes, tensar sus mejillas agrietadas y violáceas. 
-¿Qué hago aquí? -se dijo entonces-. ¿Qué busco entre estas peñas? ¿Por qué mi alma naufraga y me desangro? Tal vez sea el momento de abandonar el mundo.
   Y con estos pensamientos se dejó hacer, se abandonó a la inercia que lo arrastraba hacia ninguna parte. Nada tenía sentido y todo sucedía en lo callado, en el mutismo de la gran boca de un pez que se lo tragara y engullese hambrienta cualquier atisbo de ala, cualquier vagido, el llanto de un niño quizá, o quizá el cálido aliento de una vaca enorme ante el matarife dispuesto para su sacrificio. Nada supo. Nada se supo. Nadie supo más de él. Se perdió para siempre en la vasta planicie de su desasosiego. Algunos, aún hoy, esperan con añoranza su regreso.


                                                                               José Antonio Sáez Fernández.

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