sábado, 1 de marzo de 2014

LAS VENTANAS ILUMINADAS DE EDUARD HOPPER.



Nosotros, los ateridos que tiritamos al frío de la noche, y cuyos dientes no cesan de castañetear, somos seres de luz, hechos para la luz y el calor. Nos damos a otros brazos y a otros cuerpos buscando en ellos la calidez que nos falta y de la que fuimos privados al escindirnos. Nacimos para andar juntos, para ir de la mano en el camino de la vida. Ningún ser humano fue concebido para realizarse bajo el frío y la oscuridad. Despierta nuestro cuerpo a la llamada del sol y recibimos sus rayos de luz en nuestros ojos como una caricia. Una grata luz que agradecemos igualmente en el rostro y las manos. Nos dejamos invadir por ella y ella se adentra en nosotros, vivificándonos como un ejército poderosísimo. Fluye la sangre por sus cauces con nuevo e inusitado vigor. La luz es un anuncio y es mensajera, como el ángel que visitó a María. Los seres más desamparados, los más humildes y desvalidos no tenemos otro don gratuito y que nos reconforte tanto. Acaso, el sueño. Dormir no cuesta nada y reconforta al pobre de cuerpo y espíritu, tanto como la luz y el calor que recibe generosamente de un sol que sale cada día para todos y se derrama pródigo sobre ricos y pobres, sobre sanos y enfermos, sobre lúcidos y ofuscados.


Es la luz que entra sin llamar por los ventanales de los cuadros de Eduard Hopper. Los seres solitarios y enclaustrados se exponen a ella, dejándose hacer por su calor vivificante. Personas recluidas, como Jonás en el vientre de la ballena o el gestante en el claustro materno, rodeadas de altas enredaderas de cemento o entre ríos de asfalto que van a dar a la pena. Seres urbanos que, aun en su aparente acomodo, sucumben ante el aislamiento y la soledad. Seres, al fin, redimidos por la luz y el calor, resucitados de entre cementerios de hormigón, reconfortados del naufragio de vivir entre adoquines y adocenados en sus apartamentos, señuelos del progreso y la sociedad del bienestar.



La luz y el calor se cuelan tras los cristales en las pinturas de Eduard Hopper y siempre hay alguien que los reclama con urgencia. Es una luz salvífica, que ilumina la estancia y se proyecta generalmente sobre el ángulo de un reducido espacio. Una claridad geométrica que traza figuras cúbicas, diagonales o rectangulares. Ante ella: una mujer o un hombre se prolongan como salidos de su misma esencia, como bañados en su misma estructura, desde su más remoto origen. Hacia esa luz que penetra tras los cristales de las ventanas en los cuadros de Hopper nos dejamos llevar, pues formamos parte de su propia entidad, sintiendo que ella nos abduce, nos toma para sí con un celo y una pasión irreprimibles.


                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.

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