martes, 28 de octubre de 2025

QUE TRATA DE ESPAÑA.

 




“Cría cuervos –dice el refrán castellano- y te sacarán los ojos”. ¡Qué mala suerte tiene este país con sus gobernantes! Excepcionales han sido en la historia los periodos de buen gobierno y buenos gobernantes que han conducido a esta malaventurada nación por el sendero de la prosperidad. Y sus enemigos, qué bien han sabido aprovecharse de ello lucrándose para sacar una leyenda negra en la que difuminar u opacar sus logros. Quizás se nos vienen a la cabeza algunos reyes medievales, extraviados en la memoria por sus cruzadas contra los musulmanes, quienes inicialmente ocuparon la península, pero que acabaron asumiendo a esta como a su patria, la enriquecieron con su esfuerzo físico e intelectual, dando al mundo mentes prodigiosas con que enorgullecerse y obras dignas de toda admiración. 




Aquellos eran tan españoles como los que luchaban contra ellos hasta lograr, finalmente, su expulsión de la península arrojándolos al mar. Judíos, moros y cristianos llegaron a convivir en este solar patrio, recelando unos de otros, desconfiando unos de otros, cohabitando y habitando en barrios separados o bien delimitados, pero recurriendo unos a otros en casos de necesidad o imperativos. Ahí están para demostrarlos los casos de Averroes, Maimónides o de Ibn Arabi, más muchos otros nombres que vivieron con dolor su exilio de Sefarad para salvar su propia vida. Mentes prodigiosas, plumas excelsas, pintores, escultores, músicos, arquitectos, aventureros y científicos. 




Por todos ellos merece la pena nuestra historia con gobernantes que contribuyeron al engrandecimiento de su país, tales como los Reyes Católicos, su hijo, el emperador Carlos V o Felipe II, “en cuyos dominios no se ponía el sol”, o el mismo Carlos III. Hubo, sin duda, algunos más; pero fueron sin duda aún más los que inclinaron la balanza hacia el abuso de poder, el lujo, el derroche, la holganza y la fastuosidad. Cuando más encumbrada estaba la fama de sus artistas, más desestimada y desalentadora era la vida de pícaros y maleantes en las ciudades donde todo se daba por cumplir aquel otro refrán de “una buena capa todo lo tapa”; esto es: el fingimiento, la hipocresía, el disimulo y el pesimismo que nos trajo ya el Barroco, en el siglo XVII. La picaresca y el hambre. 




Un país donde los poderes de iglesia y estado caminaban juntos y en connivencia, donde se vela por la pureza de sangre (nada de contaminación musulmana ni judía, cuando fray Luis de León y Teresa de Jesús eran descendientes, en parte, de conversos). La Santa Inquisición, creada por los Reyes Católicos y no abolida hasta el siglo XVIII, fue martillo de herejes, vigía y galante de la pureza de sangre y el recelo hacia brujas, desviados y conversos, con sus temibles interrogatorios donde se torturaba hasta la muerte en el potro o en la hoguera a las víctimas sospechosas o delatadas tanta veces por envidia o maldad; los sambenitos que eran exhibidos, a veces semidesnudos y a lomos de una cabalgadura por pueblos y ciudades, adornando su cabeza con el gorro que nos recuerda al de los penitentes actuales. Una España asfixiante y negra retratada por Goya y por Sorolla, oscurantista, donde las vidas ejemplares entre quienes debían de serlo, brillaban por su ausencia y se buscaban solo los privilegios que el estatus social conllevaba.




Mínimos periodos de prosperidad han seguido a la larga noche de un país maltratado por sus propios gobernantes: “Oh, Dios, que buen vasallo si tuviese buen señor” –se dice en el Poema de Mío Cid-, y Antonio Machado dejó escrito: “En España, lo mejor es el pueblo”. La lloraron Larra y Valle-Inclán, Unamuno y Blas de Otero. Y la seguimos llorando todos aquellos que amamos este secarral donde el sol y el mar, las llanuras y las altas colinas nos obligan a mirar al cielo, encogidos el corazón y las entrañas y clamando siempre por la paz y la prosperidad de sus gentes. Paz. Queremos paz.

 

                                                                     José Antonio Sáez Fernández.


domingo, 19 de octubre de 2025

CONSIDERACIONES SOBRE EL ABORTO

 





Tengo para mí, como hombre libre que piensa y no está sujeto a disciplina de grupo o partido alguno, que el aborto no es ningún derecho, esencialmente porque la madre no es dueña de la vida que ha engendrado y alberga en su interior. Esa vida constituye un ser totalmente diferente y distinto a ella, aunque es cierto que es la madre quien lo alimenta y la criatura resulta enteramente dependiente del organismo de su madre para sobrevivir, por su desvalimiento e indefensión, por su radical vinculación a ella, incluso después de nacida. Insisto: el ser que se alberga en el vientre de la madre no es ningún apéndice o protuberancia que ha surgido en su organismo, sino una criatura viva, libre e independiente, aunque necesite de la madre para subsistir. Lo mismo nos sucede a los demás seres vivos que deambulamos por este planeta: que estamos vinculados los unos a los otros, que tenemos unas relaciones de interdependencia con los demás y estamos marcados por esas relaciones solidarias para sobrevivir, tanto materiales o físicas como emocionales o afectivas, sin que por ello vayamos por ahí privando de su vida a los demás. Dar vida, transmitir la vida es el acto más sublime que pueda imaginar el ser humano, el más altruista y generoso, pero también el que implica, quizás, una mayor responsabilidad. No puede haber frivolidad a la hora de traer hijos al mundo, sino tener plena consciencia y voluntad en lo que se hace. Negar la exigencia más imperiosa de la naturaleza que es la perpetuación de la vida, es negar la continuidad de ella y engañarse a sí mismo engañando a la especie.




Cierto es que, en principio, a nadie se le obliga a abortar y que tampoco se persigue a quien lo hace o deja de hacerlo en nuestro país, España, por mor de la ley que reconoce el aborto como un derecho de la mujer; si bien quien escribe no se muestra de acuerdo con ese razonamiento y otros del cariz de que el feto no es persona o de que no hay vida independiente desde el momento mismo de la concepción, etc. El aborto no resulta, a mi juicio, ningún derecho en la vida de la mujer ni supone ningún acto de progreso en aras a la libertad femenina; más bien, al contrario, resulta un magno atentado contra la naturaleza y sus imperativos, contra la ciencia, la conciencia y las normas morales surgidas de los más esenciales principios que dicta la misma naturaleza humana. Y eso sin hacer mención al derecho a la existencia de esa criatura libre e independiente, que crece en el seno de la madre, con los latidos de su propio corazón. Lo cierto es que alrededor de 3.000.000 de abortos se han practicado en España desde 1987 hasta este mismo año, esos mismos niños que hubiera necesitado el país para facilitar el relevo generacional y evitar el envejecimiento de la población. Son los inocentes, los silenciados, los indefensos que no han tenido opción a pronunciarse.




Existe una gran diversidad de métodos anticonceptivos que están a disposición de los padres para evitar una concepción no deseada, pero no se puede amordazar la conciencia, anestesiarla, negarla y engañarse a uno mismo porque una sociedad hedonista y adormecida haya decido, a través de sus políticos, adictos al populismo y ávidos de votos, que es legítimo abortar en base a argumentos falaces que no convencen a una persona de pensamiento libre y crítico. El aborto no es una bandera de progreso en el siglo XXI, la cual enarbolan determinadas ideologías con afanes de identificar sus logros y ganar votos. La abolición de la conciencia moral, como signo de los tiempos, es objetivo buscado y perseguido con ahínco por esas mismas ideologías.




Por otro lado, es cierto que existe una casuística, más o menos amplia, que habría de someterse a consideración serena y reflexiva, sobre la que habría mucho que discernir: tales son los casos de violación o peligro para la vida de la madre, malformaciones o enfermedades genéticas muy graves, en la que la opinión de las progenitoras podría ser esencial junto a otras consideraciones familiares, religiosas y profesionales. Una mujer no debería renunciar a su derecho natural de ser trasmisora de la vida, como culminación a un proyecto esencial de vida, dejándose convencer por las “trampas”, muy eficaces por lo que se comprueba, que la sociedad actual del totum revolutum (la confusión) le ha tendido. Demasiada carga ideológica para una cuestión tan esencial, sensible, emocional y desgarradora para tantas personas.

 

                                                José Antonio Sáez Fernández.



domingo, 5 de octubre de 2025

LO QUE CUESTA VIVIR

 

 



Aunque tú no seas consciente de ello, por todo se paga un alto precio en la vida. Vivir es un desgaste que resulta muy caro. Para nuestra suerte, damos una batalla que nos deja la cicatriz de su herida y, apenas resuelta de mejor o peor manera, nos enfrentamos a otra y de esta última a la siguiente, sin dejar paso al resuello. El precio que pagamos por la supervivencia es el desgaste perpetuo, la eliminación progresiva de nuestro vitalismo energético, el propio e inevitable aniquilamiento. Somos seres en el tiempo y las células del organismo obedecen ciegamente a su cometido vital perecedero. Cuanto se renueva en él acaba por abandonarse a una suerte de decadente entrega. Somos, sí, el rastro de una lágrima que cae pendiente abajo por la mejilla y los del frío en los huesos. Somos los de la mordedura del hambre y quienes se niegan a dejarse vencer, cuando en ello radica nuestra condición; los sin techo y los sin tierra. 




Y no podemos comprar tiempo ni prolongarnos ilimitadamente en él. Tasados y medidos. Frutos perecederos que caen del árbol de la vida y se pudren sobre la tierra en barbecho y al calor del sol. “Los seres vivos -aprendiste- nacen, crecen se reproducen (si acaso) y mueren” y Darwin dejó claro que, en la lucha por la supervivencia, sobreviven las especies mejor preparadas para la adaptación a los cambios. Pero el ser humano necesita ir hacia lo permanente, aquello a que aferrarse y que constituye sus señas de identidad. Qué caro nos cuesta vivir y qué costoso el aprendizaje, resultado de una experiencia que se adquiere a base de cometer errores y sudar sangre en el esfuerzo por adquirir los conocimientos necesarios para la supervivencia. Sobrevivir no es otra cosa que dejarse la piel en el intento por salir adelante y quienes sobreviven son aquellos que mejor dotados están para adaptarse y sobrellevar o superar las dificultades. Porque la vida no es sino una carrera de obstáculos y nosotros los atletas que entrenamos a diario en la adversidad para mantenernos en pie.




Gran parte de nuestro éxito o nuestro fracaso radica en si nos empeñamos en hacerlo solos o en solidaridad con otros que nos son afines y nos fortalecen con su apoyo o su cercana presencia. Nos crecemos en los demás y en su compañía. Nos agigantamos y nos sentimos casi invencibles, aunque obviamente no lo seamos. El dolor, la enfermedad, las carencias, las emociones o los déficits de salud nos indican los límites de nuestra percepción sensorial y espiritual. Ellos nos hacen sobreponernos a la adversidad que nos circunda y atosiga, a la que necesariamente hemos de sobreponernos.

 

                                                           José Antonio Sáez Fernández.




viernes, 3 de octubre de 2025

ESPALDA CONTRA ESPALDA

 




Nos hemos vuelto de espaldas los unos a los otros para ignorarnos y fingir que no estamos obligados a convivir. Caminamos en sentido contrario. Nos hemos dado la vuelta, de manera que podemos oírnos, pero no mirarnos a los ojos ni tampoco a la cara. Hemos trazado una línea divisoria que separa mis límites de los tuyos y hemos alzado un muro infranqueable por ambos lados. Los que tú me has puesto y los que yo te he puesto. No te atrevas a traspasarlos. No lo harás sin poner en riesgo tu integridad física. Ni te reconozco ni me reconoces. Ni me fío de ti ni confías en mí. Y mira que nos parecemos. ¿Cómo hemos podido llegar a esto, si estamos cortados de la misma tela, si tú me complementas y yo te complemento, si nos necesitamos para sobrevivir en esta jungla espesa que nos asfixia? Acaso sea el orgullo, todo aquello que nos ensoberbece, la quiebra de la lealtad, la ambición de lo que posee el otro, el acaparamiento o la falta de generosidad… O acaso que algo se ha infiltrado en nuestra mente y está pudriendo nuestro corazón, torciendo nuestra capacidad de raciocinio, doblegando el pulso a la bondad, el bien y la belleza. 





No podemos sobrevivir solos, de espaldas a los demás. Nuestra supervivencia ha de ser necesariamente solidaria. ¿Quién nos dirige a todos, también a ti y a mí, hacia dónde nos llevan quienes nos guían en nuestra ceguera hacia el abismo? Aquí no hay un sálvese quien pueda, sino ahí va mi brazo, hermano, agárrate a él. No te abandonaré a la furia de las aguas ni permitiré que la corriente arrastre tu cuerpo al mar. Siente la fuerza de mis piernas: son como troncos de árboles con raíces profundas o como las columnas que sostenían el templo de Salomón. Tú y yo somos seres sagrados.





Cuando te volviste hacia mí, comprendí que no eras un extraño. Fue entonces cuando dulcificaste la rigidez de tus gestos y hasta me pareció que ambos cedíamos en nuestra desconfianza. Y cuando tu mano me tocó, vi que no deseabas mi mal. Tu roce me supo a una caricia en ese primer paso de acercamiento. Y cuando yo también me acerqué a ti sin apreciar en tus gestos ningún asomo de crispación, se escaparon de mi boca las palabras prohibidas durante tanto tiempo: “Hermano, ¿Qué nos ha pasado? Hemos vivido la larga noche de los tiempos. Y desde allí llegamos al abrazo y nos reconciliamos. No hubo momento más vivificante y feliz, que llevara tanta bonanza y serenidad a mi alma, como el de nuestra reconciliación.


José Antonio Sáez Fernández.




jueves, 25 de septiembre de 2025

LA CAJA DE PANDORA.

 




Abrieron la Caja de Pandora, donde estaban encerrados todos los diablos, y de ella salieron apresurados, expandiéndose por el mundo, viniendo a gobernarlo, los ángeles caídos. El caos se cernió sobre la tierra y las gentes vagaban perdidas de un lugar a otro, arrastrando las escasas pertenencias que poseían. Era la caravana interminable de los desposeídos del reino, enviados al exilio, los sin patria en disciplinada formación o en hileras de hormigas, como en las desbandadas o en las históricas expulsiones étnicas realizadas por los monarcas de tiránicos estados. Debió de ser el año de la hégira cuando la humanidad se echó a los caminos en busca de las orillas de un mar donde embarcarse hacia ninguna parte. Se decía que el Juicio Final estaba cerca y, por consiguiente, el final de los tiempos, donde el Salvador vendría a juzgar a vivos y a muertos. Todo el orbe terráqueo se estremecía bajo el fragor de las bombas, y los aviones de combate surcaban el cielo con un ruido aterrador, mientras los edificios de las ciudades se desplomaban como castillos de arena bajo el acoso de las olas. Ancianos de andar pausado y melancólico, mujeres con niños en los brazos que lloraban hambrientos, varones que cargaban sobre sus hombros enormes fardos de miseria, carros y cabalgaduras que penosamente se alineaban en aquel interminable éxodo de los inocentes.




Como el ratón en la ratonera o el ave en su jaula, como el perseguido y el acorralado, como al que nada queda y siente su vida amenazada, marchaba la caravana de los vencidos por la carretera que se prolongaba paralelamente a la orilla del mar. Debía de ser el Día de la Ira o la llegada del Apocalipsis en que los cinco jinetes expandirían su maldición por la superficie de la tierra. ¿Hacia dónde se dirigían aquellas gentes de largas túnicas, los ancianos con báculos en sus rugosas manos encallecidas y de crispados dedos artríticos, sin apenas fuerza para sostenerse en pie, las mujeres con las ubres exprimidas, sin un sorbo de leche para sus hijos paridos con dolor y los hombres con el pecho despejado y dispuesto para recibir la metralla?




Lejos quedaba la Tierra Prometida anunciada por los profetas a los padres de sus padres y, más lejos aún, el becerro de oro al que adoraron, el temor del dios de que adjuraron. Se había completado el círculo, se acababa la historia como se cierran las tapas de un empolvado y voluminoso libro. Lo que pasó desde entonces no he contarlo yo, que solo doy testimonio del final del género humano en los días de hierro que asolaron la tierra. Lo que aconteció después, si lo hubo, has de contarlo tú, pues yo lo desconozco.

 

                                                  José Antonio Sáez Fernández.

 


lunes, 22 de septiembre de 2025

DELIRIOS DEL FUNAMBULISTA.

 




Heme aquí, a pecho abierto, manando tal si fuente, como el pelícano en épocas de extenuante sequía, para dar de beber a sus polluelos. Heme aquí, desvencijado, dispuesto a abandonarme a la corriente del río que nos lleva. El que extiende sus brazos al borde del abismo y se asoma a él para sentir el vértigo, mientras recibe en el rostro el aire que lo alerta. Ese hondero del alba que lanza la piedra al eco y el eco le devuelve la hendidura de la piedra contra las nubes que pasan. Aquel, miradlo, que se empina la botella y quiere beberse la vida en solo un trago o el niño de la calle que necesita esnifar pegamento en la bolsa inflada que le ofrecen los que con él no existen ni cuentan para nada, expuestos a la redada policial que los hace desaparecer de un día para otro. 





Los que buscan en los vertederos de basura algo que llevarse a la boca: tal los restos de frutas podridas que, veo, se reparten entre varios. Los que remueven la basura y buscan en ella algo que puedan vender por unos míseros centavos con que puedan comer algo sus hermanos. Quienes duermen al raso de la noche su bendita inocencia asistidos por los ángeles que velan el sueño de los niños, todos apiñados para darse calor unos a otros o contagiarse la miseria que los abruma.






Heme aquí, el desarmado, el desnortado, el silenciado, el apagado, el desprovisto y el sin rumbo. Todos van conmigo y no son sino uno solo que baila sobre la cuerda floja: el funambulista y el trapecista. El equilibrista y el que hace juegos malabares para sobrevivir en un mundo ajeno a la ilusión y al encantamiento, a la sorpresa y al asombro, al misterio, a lo recóndito y a lo secreto. ¡Con qué gracia y determinación aprende cada día las cosas más inútiles, movido por la curiosidad, este ser casi ínfimo que remueve la casa entera, se adentra en los cajones y desparrama por el suelo lo que alguien había ordenado con tanto empeño! Es el torpe, el estúpido, el simplón, el embobado al que le cae un hilo de baba por la boca abierta hasta el mentón. Ese que ascendió al cielo el día en que le abrieron los ojos y le hicieron despertar a lo que ellos entendían por realidad. Fue entonces cuando comenzaron sus días de gloria.

 

                                             José Antonio Sáez Fernández.





jueves, 18 de septiembre de 2025

CRISPADOS Y POLARIZADOS

 




Quien polariza, quien estigmatiza al otro, sesga y divide, fragmenta y rompe la convivencia. Quien polariza es un pirómano que no puede, ni sabe, ni quiere responsabilizarse de las consecuencias de sus palabras y de sus actos. Es un incendiario inconsciente, un resentido que una vez dominado por la rabia y el odio, no cesará hasta provocar la desgracia. Y es que, en ambientes sociales de polarización, la mecha está dispuesta y preparada para ser encendida por mentes desequilibradas, fanatizadas o desprovistas de capacidad crítica, más propensas al desafuero o al estallido social que a otra cosa. Quien polariza y divide, escinde, invita e instiga a la ruptura de la convivencia. Dios nos libre de exaltados y desafectos, de resentidos e inconscientes que polarizan y levantan muros imposibles de superar por los otros. Digamos que sí a quien construye puentes, a quien supera obstáculos y crea condiciones para el respeto y la tolerancia, para la concordia y la comunión a través de acuerdos que propician la prosperidad y la dignidad a los pueblos. Esos, y no otros, son los líderes que necesitamos.




La polarización es, pues, una quiebra de la convivencia, es una escisión que se produce por donde ya se habían soldado o estaban soldándose las diferencias entre unos y otros, con lo que difícilmente podrá producirse una segunda soldadura o sanación, si no es tras una amarga secuencia histórica de catástrofe. Y es una nueva ruptura que manifiesta la torpeza del intelecto humano y su menguada capacidad para vivir en comunidad. Es el rechazo del otro por la imposibilidad de acordar y perdonar por parte de las mentes ensoberbecidas, por la inútil cabezonería y la tozudez que a nada conducen e impiden el progreso de la negoción y el acuerdo justo y sincero. La torpeza y la imbecilidad humanas son proverbiales y ello conduce a los hombres a caer, en distintas épocas u ocasiones, en los mismos errores. ¿Dónde la inteligencia? ¿Para qué la visceralidad y la revancha?




Los gobernantes del mundo actual están conduciendo a la humanidad hacia posiciones de vértigo que no presagian nada bueno. Los medios de comunicación propician, como ellos, la polarización de la sociedad. Las redes sociales colaboran en la difusión de esos postulados a través de ideologías extremistas, en individuos carentes del más mínimo sentido de la moderación y del bien común. Sé discreto en el hablar y en el manifestarte: no vayas a contribuir tú también a una polarización de consecuencias incontrolables. Fomenta, sí, la fraternidad y la concordia. Porque otra convivencia es posible.

 

                                                          José Antonio Sáez Fernández.