sábado, 17 de febrero de 2018

MEMORIAS DE INFANCIA (II): LA CALLE ESCUADRA Y EL CAÑO DE SAN FELIPE.





(La calle Caño de San Felipe, en Albox)




En la acera de enfrente, justo allí donde se inicia la subida a la calle Escuadra, camino del Barrio Alto, frente al ángulo de la casa que fuera entonces del médico y que hacía esquina con la calle de la abuela, se encontraba el Caño de San Felipe. Parece ser que, a la fuentecilla de un chorrillo de agua, un hilito casi, le venía el nombre de una asociación católica de los varones de la localidad, la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, la cual debió hundir sus raíces en la más temprana posguerra o tal vez fuese muy anterior a ella (oratorios festivos de San Felipe Neri existen hoy día en Cádiz, Córdoba, Alcalá de Henares, Roma, etc. y se erigieron a partir del siglo XVII). Es posible que desde décadas o siglos atrás existiese en la localidad un oratorio de San Felipe Neri, fundado por padres filipenses, orden religiosa que sólo se dedicaba a la confesión y a la predicación. Tal vez algunos de esos padres llegaron a Albox y fundaron una asociación, quizá un modesto oratorio, que debió aglutinar, seguramente, a los varones. Pero esto que apunto son intuiciones que pretenden dar sentido a aquel entrañable Caño de San Felipe, que hoy es sólo el nombre de un rincón íntimo y de una calle de mi primera y lejana infancia pues, a finales de los años 50 y principios de los 60 del pasado siglo, aún subsistía aquella fuentecilla alargada y circular, como una torre diminuta, de alrededor de un metro de altura o quizás algo más, la cual apenas si acierto a vislumbrar. Ese recuerdo se nubla en mi memoria y, a pesar de que me parece estar viéndola ahora, y a mí, niño, junto a ella en días de verano y con pantalón corto, titubeo incluso por la lejanía de los años que nos separan. Ignoro qué llevó a las autoridades locales a desprenderse de aquella humilde fuentecilla, seguramente el descenso en su caudal o el hecho de que se encontrara sobre la enjuta acera de la calle.
   Lo cierto es que yo veía o me imaginaba a los agricultores que regresaban de sus bancales y huertos a la caída del sol, en las sofocantes tardes de verano, deteniéndose ante aquel chorrillo de agua para saciar la sed, refrescarse y aliviar con ello los rigores del verano cumplido. Puede que bajaran aguas subterráneas, a uno o a ambos lados de la calle; lo cierto es que, esta vez en la acera contraria, aquella en que se alza el caserón que fuera vivienda y consulta del médico y que, décadas más tarde, albergara en su interior una guardería con las voces cantarinas de los niños bajo los amorosos cuidados de su maestra; es decir, a unos pocos metros en dirección a la rambla, en esa misma calle, se hallaba un frondoso pinar, el cual recibía con el alivio de su sombra a las mujeres que venían de realizar la colada en la fuente de Los Caños, así como a los esforzados agricultores que regaban sus bancales con el agua de las fuentes e intentaban sacarle a la tierra las frutas y hortalizas que consumían las familias modestas del pueblo. Por la linde inferior de aquel frondoso pinar, que daba a una calle entonces no asfaltada, pasaba una gran acequia de agua rumorosa lindando con él, la cual era alivio en los días de sol abrasador alegrando los ojos y los oídos de cuantos pasaban por aquel lugar que, con tanto vigor, guardo en la memoria de los días de mi infancia.
   Del mismo modo, a la caída de la tarde, cuando ya refrescaba, la abuela sacaba su sillón de mimbre y lo colocaba justo en el ángulo de la calle Escuadra. Por ella accedían al Barrio Alto los vecinos que en él habitaban y era costumbre entonces salir a tomar el fresco y ver pasar las gentes que regresaban en el orto a sus hogares. Lindando con la casa de la abuela, estaba la casa de María Mata Avellaneda, María la de los barquillos; así, con epíteto épico, la que hacía las delicias de los chiquillos con sus barquillos crujientes y aromáticos; niños del pueblo y del Barrio Alto, niños de la escuela de Flora, la maestra que llevaba un parche sobre uno de sus ojos, quien vivía con su hermana ciega, Concha, siempre sentada al fulgor de la luz, tras el cristal de la ventana de su sala de estar. Ellas habían escondido la imagen de la Virgen del Saliente en su casa para salvaguardarla en los azarosos días de la Guerra Civil española.





   En la casa de Flora, quien creo recordar era hija de un militar republicano, había un patio interior, empedrado, y unas dependencias adjuntas en las que “la maestra” había instalado los bancos y pupitres de los chiquillos. En alguna ocasión entré de niño en aquel santuario y, aunque ya no se escuchaban las voces infantiles, aún se conservaban aquellos bancos sobre los que tantos escolares de la localidad habían aprendido a leer y a escribir bajo su atención abnegada, en la escuela que antes fuera de doña Marina. En mi adolescencia, los gatos de la vecindad acudían para ser alimentados por las manos piadosas de las ancianas. Lindando con su casa, haciendo esquina, estuvo la tienda de la abuela, la cual se llenaba de vida especialmente los martes por las gentes que venían a hacer el mercado. Pero ella no vivía en la tienda, sino en la casa de enfrente. En la parte de atrás de su casa, junto al patio que alegraban las floridas macetas, se encontraban, como dije, las cuadras. Allí dejaban sus cabalgaduras las gentes que bajaban al mercado de Albox, venidas de las ramblas y de los pueblos de alrededor. La tienda de la abuela estaba ampliamente nutrida de toda clase de género y hasta mi tío, que vivía en la Rambla de Oria, bajaba con sus frutos y otros productos para venderlos allí. Recuerdo especialmente el dulzor de sus caquis, que eran delicia al paladar infantil que los degustaba. La tienda de la abuela llegó a ser una de los grandes comercios de alimentación del pueblo y subsistió durante décadas, después de los años 50 en que yo naciera.

   Subiendo por el Caño de San Felipe, al final de la Calle Escuadra, se encuentra la Placeta de Los Mártires de Albox, fusilados en los funestos años de la Guerra Civil. A mano derecha, en la hermosa casa que hacía esquina, con fachada principal a la plaza, estaba habitada por la familia de mi tía, hermana de mi madre. Ella también fue uno de los personajes de mi infancia, como la abuela, como María la de los barquillos, como Flora la maestra y su hermana invidente, Concha, siempre atisbando la luz frente al cristal de la ventana, en la sala de estar que daba a la calle Escuadra, como la casa de doña Mariquita Gea, que bien podría ser Egea y no “Gea”, como la llamaban, con su hermoso huerto interior. Muchas casas de la localidad tenían entonces preciosos huertos interiores con gran diversidad de muy hermosas plantas, así como de árboles frutales, especialmente higueras, limoneros, naranjos, perales, granados y jinjoleros. En las tardes de invierno, en casa de doña Mariquita Gea, los mayores jugaban a las cartas, sentados en la mesa de camilla, con brasero de leña y al calor de las abrigadas enaguas, con sillas tapizadas y confortables sillones de la sala de estar. Creo recordar que yo sólo miraba a los mayores, quienes así entretenían sus horas mientras charlaban de asuntos banales. Desde la parte alta de la casa de la abuela, en las cámaras, en una pequeña zona habilitada para las gallinas y los conejos que criaba, podía admirar perfectamente el huerto de doña Mariquita. Yo solía subir allí con cierta frecuencia: una aureola de misterio se cernía para mí entre las cajas y las habitaciones cerradas o sumidas en el sueño de los años, pues la abuela hacía su vida en la planta baja de su espaciosa vivienda y apenas si subía de tarde en tarde a las cámaras, a las cuales se accedía a través de una sinuosa escalera, toda encalada y tosca.



                                                            José Antonio Sáez Fernández.



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